Salíamos un buen amigo y yo de la exposición de Santiago Serrano (1942) con esa punta de exaltación que provoca la contemplación de la obra conseguida y, admirados una vez más por la compleja suma de coherencia con el pasado y libertad en el presente que exhibe el artista, no pudimos sino reiterar un comentario que nos ha asaltado otras veces, ¡qué extraordinaria fortuna es haber conocido a artistas, que como el propio Santiago Serrano, no solo cuentan entre los más grandes en el desempeño de su oficio, del que tanto hemos aprendido, sino que son, no por encima del arte, sino a causa precisamente de su modo de entender la práctica del arte, ejemplo de lo que son la capacidad creadora, la exigencia ética personal y profesional y la dignidad del artista y de la persona! Santiago Serrano lo es por su carácter singular, inasequible al desmayo de sus convicciones, por difíciles que hayan sido en el pasado o sean hoy las situaciones a afrontar.
Discúlpeseme si en lo anterior puede parecer que haya cierto engolamiento de la voz que puedo asegurar que no pretendía, pero no creo que sea difícil reconocer que muy raramente se da el que, ya sea en las esporádicas visitas al estudio, ya sea en las, lógicamente, más estudiadas comparecencias públicas, la obra de un artista resulte definitoria y determinante de su propio campo de trabajo, caso de Santiago Serrano el de la abstracción, en el que no tengo reparo en calificarle como fundamento y esencia de un modo de entenderla, que ha sabido, en sus años germinales y de primer desarrollo, tanto sustraerse a cualquier intento de mimetismo o mitificación, que lo hubiese convertido, como ocurrió con tantos de su generación, en simple síntoma de una época, como a delinear y delimitar un sistema propio, limpio y austero, de una extraordinaria precisión formal y cromática, idóneo para el establecimiento de una iconografía si no exclusiva, sí característica e inconfundible, que rinde al espectador y le invita a búsquedas interiores propias; el transcurso del tiempo, lejos de osificar esas propuestas, las ha abierto, progresivamente, a nuevas incursiones, ya fuesen en el campo específico de la pintura, ya fuese en el tratamiento de la obra impresa, que ha conocido, en sus manos, impensables variantes digitales.
Santiago Serrano es, aunque no le haya sido reconocido con la justicia merecida, el más estricto en el entendimiento de lo que su pintura puede ser y, a la vez, un artista pintor absolutamente amplio de ideas al entender la naturaleza de la abstracción, su práctica factible tras la aventura y doctrina de las vanguardias y postvanguardias, y su irradiación y conexión posibles con otras prácticas artísticas. No cabe confundirse; su grandeza se debe tanto a su honesto sentido de lo que la pintura es y lo que a la pintura se debe –en cuyo entendimiento juega un papel determinante el dominio del oficio, que otros parecen despreciar tal como desprecian la propia inteligencia de los materiales–, como a su competencia para apreciar todo cuanto en apariencia ajeno a su práctica puede, sin embargo, subsumirse en ella.
Desde la muy lejana primera exposición individual en la sala Amadís en 1971, en la que brillaba ya un monocromo de inverosímiles amarillos, Santiago Serrano no ha dejado de deslumbrarnos, eso sí de deslumbrarnos serena y reflexivamente, con hechos y realizaciones tan concluyentes como el Tríptico PROPAC, que he vuelto a ver al natural en el CGAC, en la muestra (Ex)posiciones críticas, un proyecto conjunto con Armando Montesinos y Santiago Olmo, y que sigue tan contundente o más aún que en su primera visión, en 1976; o Del amarillo, incluido en Madrid D.F., junto a otras pinturas que desmentían el aserto de que era un pintor que apenas si pintaba con color, para afirmar al contrario que el suyo es el color propio de la pintura; las maravillosas series Hueco y memoria, de mediados a finales de la década de los ochenta, Pan de cal de principios de los noventa, o las Nonas, intermedias entre una y otra, en las que tanto se reafirmaba la idea de que en él la ausencia de color puede ser a la vez esencia de una invitación a la magia de la luz, como la de que la pintura admite fórmulas o formalizaciones más allá de la superficie pintada, formatos atípicos no para configurar objetos decorativos, sino para instituir modos de significancia; señalaré, por último, el tour de force que supuso, al término de los años noventa, la serie Orillas, con sus transformaciones geométricas interiores.
Durante los últimos años ha explorado, como hemos anticipado, posibilidades y variantes de la obra estampada, tanto en modalidades tradicionales, como en otras ya en el campo de lo digital, en las que, quizás más que en otras obras suyas, lo icónico, ya sea por mediación de los “Instrumentos” –entendidos éstos como herramientas de su arte–, ya sea por los componentes orientales o por el más retroactivo y permanente motivo de la casa, han sido mucho más evidentes.
Una evidencia palpable en la apenas decena de pinturas que componen la exposición en Puxagallery, que, por un lado nos remiten a una serie de mediada la década de los años noventa, Abanderado, de la que retoma la noción de bandera sin nación –tan pertinente siempre, pero hoy aún más puntual– y también la configuración de buena parte de los cuadros que la componen, en su mayoría de formato cuadrado, una parte de los cuales incluyen en el borde una estructuras metálicas que rompen su simetría, establecen líneas de fuerza para la mirada y transforman el cuadro en un espacio volumétrico, que se abre al exterior.
Destacaría, también, la fuerza evocativa de los colores que ha empleado, de los que anticiparé, además, tanto su rotundidad, como su diversidad en lo que es un auténtico ejercicio de modestia. Destacan, sobre todo, las distintas modalidades del blanco –dominante absoluto de los fondos–, que van desde el propio de la tela a aquellos que podemos considerar “blancos cocinados”; negros de distinta oscuridad, azules grisáceos o grises azulados, amarillos crema, tierras pálidos y un rojo brutal y apasionante.
La precisa perfección del dibujo –tan decisivo en las pinturas como en los cartones preparatorios de las mismas, que el visitante debe pedir ver– resulta una contribución esencial para el buen fin de las parcelaciones interiores, a las que el sabio tratamiento de lo que puede conseguirse al extender o tratar los pigmentos, y la riqueza de matices de los materiales que la componen, dotan tanto de expansibilidad como de concreción formal, haciendo, de lo que es pintura, figura visible.
No falta esa pieza, mayor o menor, pero estrictamente especial y dedicada concretamente a uno en la que, como magníficamente expresa Isidoro Valcárcel Medina –otro artista que forma parte vertebral de quiénes son nuestros maestros–, no conocemos nada del arte, sino que nosotros nos “reconocemos” en ella; reclama no sabemos qué emociones, sentimientos y, sobre todo, qué pensamientos que eran nuestros, pero que solo despiertan a la vista de lo que el artista ha pensado también. En mi caso y en esta exposición fue la pintura de menor formato, titulada precisamente Abanderado, dos cuadrados parcelados de manera asimétrica sobre un mismo mástil, en negros, grises y blancos, investidos de una paz que hace mucho tiempo que no sentía, y portadores de la noción de que nada menor debe sernos ajeno.
El montaje de las obras aprovecha las pequeñas dimensiones de la sala para trazar una adecuada relación de escalas y, también, para establecer fructíferos diálogos entre piezas separadas o entre aquellas que se comportan como pendants de lectura conjunta.
Aclararé, para terminar, que el título de este artículo procede de otro anterior mío cambiado por la redacción del medio en qué fue publicado y cuya existencia y copy me ha recordado Óscar Muñoz Sánchez en la magnífica tesis doctoral Santiago Serrano, tras el velo de la imagen (Pintura y obra sobre papel, 1967-2013), que le dedicó en 2014. Sí, lo pensaba entonces y lo pienso ahora: la pintura de Santiago Serrano es la pintura imprescindible para quien quiera saber y vivir la pintura.
SANTIAGO SERRANO. Fundido a blanco. Puxagallery, Santa Teresa, 10 – 28004 Madrid. Hasta el 16 de diciembre de 2017.