Las risas del mundo, 1999/2018.
Vista de la instalación
Archivo Esther Ferrer
© Esther Ferrer, VEGAP, Bilbao, 2018
Foto: Erika Ede
Es sabido que el arte, tras la palpitación que supuso el establecimiento de las Vanguardias, invirtió la experiencia estética que le acompaña. Y aunque es ya redundante insistir en la fractura duchampiana, conviene no olvidar el inicio de una nueva cronología de posibilidades. La pasividad de la contemplación era el disparador del artista considerado genio, algo así como un diosecillo que velaba por mantener la capacidad humana de representación, a salvo. Sin embargo, las dudas que la Historia filtraba, abrió una posibilidad a un nuevo ejercicio de apreciación del arte en relación con su contenedor. La expansión del objeto artístico funcionaba como una activación del espacio, una invitación a formar parte del engranaje estético que supone hacer obras de arte en la caduca modernidad. Esther Ferrer (San Sebastián, 1937) es, por eso, una artista plenamente contemporánea. Lo es por la aceptación sin reservas de las contingencias de un arte que impulsa fórmulas de ampliación de la acción. Una intensificación que está en el manifiesto de Zaj, el cardinal grupo de música vanguardista formado Juan Hidalgo, Ramón Barce y Walter Marchetti en 1964. Sus consecuencias son, como su creación, de naturaleza expansiva. Tres años después de su fundación, el movimiento atañe a poetas, compositores, artistas plásticos, escultores y artistas de la acción. En torno a Zaj, Martin Chirino, por ejemplo, dibuja el espacio desde la forja. Accionarlo es la intención de Esther Ferrer, miembro de facto del grupo desde 1967 hasta su disolución en 1996, cuando el Museo Reina Sofía le dedica una definitiva retrospectiva.
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