Beatriz González, Zócalo de la comedia, 1983. Serigrafía sobre papel y lienzo.
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid
Los procesos de descolonización encubren una trampa. A través de conexiones norte-sur, las élites renuevan su dominio en un perverso juego de recolonización, esto es, métodos aparentes por los cuales se insufla la necesidad de recurrir a paradigmas históricos que conformaron la hegemonía occidental. Cuando un estudiante o un artista, por ejemplo, proveniente de un país de tradición colonial pretende incluirse en el flujo global del intercambio del conocimiento lo hace, al menos, desde dos posibilidades que, a priori, se disfrazan de logro; un reconocimiento étnico y una inclusión en la Historia. Sin embargo, cabría preguntarse qué tipo de tradición es aquella en la que, para que una voz alcance modulación, se requiere una adhesión. Qué pasaría si esa fábula, que en todo caso supone una tergiversación de los hechos, o al menos, una posición, fuese ajena a un grupo social que, en su opresión, no contiene ningún elemento conformador de modernidades. La licencia de las decisiones de los poderosos obliga a la inclusión forzada, obviando, y en contradicción a los discursos oficiales, el distintivo del origen, negando la emergencia de un nuevo ente autónomo e híbrido surgente de la confluencia de la preponderancia occidental y los reconocimientos sur-sur. Una hibridez que permite una lectura cáustica y desenfadada de historias de aspecto inamovible. Por ejemplo, la del arte y sus vaivenes.
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