Los procesos de formación de trayectos culturales en ciudades que solicitan, con todo el derecho, una posición que les otorgue atractivo, suelen fundamentarse en la efeméride, en la supervivencia de hitos que pretenden explicar que el milagro cultural tiene que ver con el paisaje donde se forjó. Los gestores de arte contemporáneo -y su deseo de materialización de la historia, entendida como eterna y simultánea- investigan en esos sumarios de formalización y validación que permiten que el dinero, de una manera u otra, acabe llegando y consienta que los habitantes construyan una identidad propia, mimética en todo caso, basada en la genialidad de alguno de sus antepasados. Es lo que Rogelio López Cuenca planteó sobre el uso de Pablo Picasso en la ciudad de Málaga y su estallido expositivo y es lo que suele ocurrir cuando se cumplen años de la muerte o nacimiento de un temperamento único. En España, y evidentemente en Castilla, Don Miguel de Cervantes y su Quijote han sido y serán un motivo de orgullo y apoyo para la continuación de aquello que llamamos idiosincrasia de una tierra. Este 2016 ha pasado a llamarse Cervantes 2016 y es que hace cuatrocientos años que el bueno de Don Miguel nos dejó, motivo por el cual muchas ciudades se esfuerzan en celebrar un homenaje a través de la relectura de su inmensa obra. Lástima que en ocasiones, la obra sea lo de menos.
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