En la tercera planta del Museo Reina Sofía, durante algunos días, coinciden parte de los legados de dos artistas. Uno, todavía vivo, referente del arte contemporáneo tal y como lo conocemos, aquel que encumbró la crítica avanzada del grupo October de acuerdo con las teorías relacionales derridianas y su defensa de la especificidad. Otra, fallecida hace veinticinco años, nunca estuvo interesada por los centros y las periferias, por las teorías institucionales del arte o la problemática sobre la naturaleza del marco. Pero lo cierto es que estuvieron muy cercanos, exactamente en 1971. Carl Andre y Nasreen Mohamedi llegaron a conocerse ese año en Nueva Delhi, cuando el primero participaba en la II Trinnale-India. Andre visitó el estudio de la artista y quedó fascinado con su formalismo, su uso de los espacios a través de las líneas y destacó a sus allegados el ambiente especial de aquel espacio de trabajo. Mohamedi le agradeció la entrevista. Esa fue la más próxima situación en la que estuvieron, a decir verdad. A Nasreen le interesaba mucho más el galopante papel de la mujer en los límites del minimalismo. La obra de Eva Hesse, Mary Kelly, Hanne Darvoben o Elena Asins eran fundamentales en su proceso creativo.
Ella, que apenas habló sobre sus intereses teóricos, que casi nunca explicó acerca de su obra, de la que casi nadie recuerda comentarios en torno a su trabajo, guardaba con celo sus cuadernos de notas, por suerte. Gracias a ellos sabemos ahora que siguió con atención los pasos de esas mujeres y podemos entenderla mejor. Una, sobre todo, le interesó sobremanera: Agnes Martin. Martin pintaba grandes lienzos, amplias líneas anchas cromáticas, casi campos de intersección. Mohamedi, sin embargo, seguía coleccionando papeles donde dibujaba rectas, líneas y sombras, papeles que intervenía en collages, que castigaba con frottage, algunas fotografías en blanco y negro. Formatos reducidos, maneras delicadas. Martin era treinta años mayor y exponía en los templos de la contemporaneidad, ella no dejaba de ser una artista contraria a la oficialidad figurativa de las colonias, que había estudiado en Europa, cierto, y que ahora se refugiaba en su estudio de la India, entre lecturas y amigos. Lo que a Mohamedi le interesaba de Martin era la postura; sabía que Agnes pintaba con la espalda recta como ella, en una predisposición a alinear los chacras, una inteligente búsqueda del alivio, físico y mental. Su enfermedad la obligaba.
Nasreen sufría la enfermedad de Huntington. Estuvo obligada a luchar contra la decadencia de su cuerpo, ante un fin que se aseguraba prematuro. La muerte siempre estuvo cerca de ella desde que a los cinco años viese como moría su madre. Las desgracias nunca quisieron abandonarla y fue testigo de una serie de trágicas pérdidas en su familia. La muerte, su presencia certera, la conformó como un espíritu inquieto y asustadizo. Su cuerpo seguía su irreparable proceso, algo que llegó a desesperarla. Pero, a pesar de las limitaciones, consiguió estudiar en Londres y París, donde pudo investigar presencialmente la obra de Klee, Malevich o Kandinsky. También se enamoró de un artista musulmán con quien quiso casarse, pero del que renegó cuando supo que la había traicionado. Estaba mal y volvió a la India para impartir clases en la facultad de Bellas Artes de Baroda y refugiarse entre sus apreciadas lecturas de Lorca, Steiner, Kierkegaard y Camus, escuchar música india de cámara, compartir pensamientos con otras almas extrañas en aquel país e intentar encontrar la paz a través de las enseñanzas hindús y budistas. Durante la magnífica exposición que acoge el Museo Reina Sofía en colaboración con el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, uno puede imaginar a la débil Nasreen sentada sobre sus piernas entrelazadas, con la columna estirada, concentrada en una línea, un trazo que abriese un nuevo lugar de indagación, un nuevo camino creativo. Uno la piensa serena, con la música de fondo que inunda su estudio, aferrada a sus utensilios de dibujo obligados después de que su enfermedad se agravase a comienzos de los setenta. Ya forzada a disimular sus temblores, supo recrearse en la creación geométrica, en la austeridad de trazos, en la templanza, en la reflexión y en el cálculo.
El orden cronológico de La espera forma parte de una vida intensa responde a la necesidad de disposición de la obra de una artista que no acostumbraba a titular sus trabajos. La comisaria, Roobina Karode, insinúa, en el texto que incluye el futuro catálogo, que quizás por los procesos de la enfermedad, quizás por su tendencia natural a beber de lo más inmediato y dejarse embaucar por los cambios en el entorno, su obra se puede leer en momentos que comprenden una década entre sí. Sea como fuere, lo cierto es que más allá del recorrido temporal hay un viaje entre signos que se constituyen, arquitecturas imaginarias y procesos de introspección que manifiestan algo que tiende a olvidarse con facilidad, probable consecuencia de una actualidad ávida de resoluciones. Los métodos artísticos no ambicionan productos acabados, no es de rápido consumo, muy al contrario, son actos procesuales expansivos; dudas a través de dudas en un juego de irresoluciones y de añadiduras. Nada es seguro, ni siquiera el soporte. Nasreen Mohamedi tenía una Nikon F2 que usó constantemente durante sus viajes y sus derivas a la orilla del océano, sus horas de entrega al horizonte de agua. Sus tomas son dibujos, momentos que continúan el hilo de toda una vida; caminos de barro, cambios en el terreno, cables o carreteras, una simple sombra como todo un mar cayendo sobre la arena. Poco importa el sujeto si se puede alcanzar el objeto de estudio. Mohamedi no expuso sus fotografías en vida y es un acierto que ahora se puedan contemplar junto a sus cuadernos de notas y algunos bocetos recuperados, porque el conjunto constituye un contacto íntimo con la personalidad artística de Mohamedi y porque el espectador tiende a percibir el quehacer teórico y práctico de una artista fundamental para entender los vaivenes del arte a espaldas de lo establecido, de la constancia creativa que requiere una carrera conferida al arte, de la asimilación de un cuerpo quebradizo en un entorno hermético y discrepante y como de todas esas ruinas se rescata una importante contribución a la historia del desarrollo de las ideas.