Vista de la exposición. Cortesía: Museo Picasso Málaga
Reconocer miedos es concretar límites. Se precisa vencerlos para ampliar caminos; es una conclusión necesaria para una persona que hace obras de arte. Algunas personas tienen miedo a ser mayores y como cualquier temor, este se alimenta de una percepción no realista del mundo. Luois Bourgeois (París, 1911 - Nueva York, 2010) conoció a Jerry Gorovoy en 1979. Ella tenía sesenta y ocho años, Jerry veinticinco, Louis lo llamaba “eminencia gris”, él casi no hablaba. No fueron amantes. Trabajaron juntos en el estudio de ella, se admiraron mucho. Luois apenas soñaba; el contacto con su subconsciente se producía en presente continuo, le costaba aclararse, ordenarse. A mediados de los cincuenta murió su padre, tocó fondo y se entregó al psicoanálisis. Más de treinta años de terapia que comenzó a abandonar cuando conoció a Jerry. Para ese momento había aprendido a estar en paz con sus miedos, a olvidar tensiones; se había convertido en una seductora, en la picardía que retrató Mapplethorpe. A Jerry le encandiló su grandeza, su enorme poder, el mismo que le permitía decidir amar, pensar, escribir, esculpir; en definitiva ser pasión. Amar a una persona mayor no entraña ningún problema en el joven que ama, se trata de un juego de transfiguración. Una día Jerry estaba en Argentina y recordaba a Bourgeois en voz alta: “Siempre fue como una pequeña niña, parecía más joven de lo que era. Permanecía anclada a su infancia y emocionalmente, a veces, era como un bebé”.
Cuando Bourgeois cumplió noventa años se percató de la cantidad de material escrito que había cosechado. Para darle orden confió en otro chico joven, de apenas veinticinco años, Philip Larratt-Smith, ahora comisario de talla internacional. Era una mujer poderosa. Tuvo una carrera larga, intensa, extremadamente mental. Una vida de notas, de diálogos con su inconsciente, de palabras insuficientes. Con noventa y cinco años, Louis bordó sobre una tela la frase “I have been to hell and back. And let me tell you, it was wonderful”, una oda a una vida que mereció la pena. Estas palabras cosidas sirven como punto de partida a la impecable exposición que ahora se puede ver en el Museo Picasso de Málaga tras su estancia en el Moderna Museet de Estocolmo. Una ocasión inmejorable para sumergirse en la obra de una gigante del arte, puente entre aquellas ya lejanas vanguardias y los procesos creativos que explotaron en los sesenta y advierten ahora continuidad, un universo amalgama de investigación, material tratado como almas maleables y continua lucha por la conformación de un lugar. La comisaria Irina Müller-Westermann ha reunido en una suerte de retrospectiva setenta años de creación en algo más de cien obras, un tercio de ellas jamás mostradas. Para dotar de “corpus” tal complejidad, se ha dividido la muestra en nueve estaciones.
La obra de Bourgeois no habla de la identidad (tenía de sobra), no es sexual (quizás de su inoperancia), no es feminista (Bourgeois no entiende la división, ser mujer es demasiado importante para pensar en otra cosa); la obra de Bourgeois es la fractura surgente de pasiones encontradas, de los efectos devastadores de las emociones, como en una tragedia griega. El mismo tema ha ido hilvanando el cosmos de una artista que ha luchado, en la mayoría de las ocasiones, contra cadenas autoimpuestas. Sus comienzos son los del cuerpo femenino como espacio habitable, dividido en estancias iluminadas. De aspecto formal, como el surrealismo más impío, sus bocetos estudian el encorsetado mundo de una jovencísima esposa recién llegada a la tierra prometida (“La Fugitiva”). Eminentemente escultora (como reconocía Lèger en París), el proceso de huida se tornó constructivo; esqueletos de acumulación y almas exteriorizadas en piedra. En su trabajo, las fuerzas orgánicas, enrevesadas y atraídas (“Estudios del natural”) son sonidos e impresiones totémicas de impresión conceptual en los años cincuenta y sesenta, virando a la performance en épocas más recientes (“Soledad”). Todo es tensión contenida en la obra de Bourgeois; ella, que se relaja en la exactitud de la geometría, sabe que son las emociones desatadas las que cuestionan las leyes de la creación. Si somos un sino evolutivo, el carácter debe formarse en la dilatación y la contracción dramática de nuestras pulsiones, como en el atavismo del gesto sexual o el dolor de un parto (“Trauma”). Engendrar es crear gentes, asegurar la especie, transmitir el origen, el genio (gen), de padres a hijos. El resultado puede ser cuerpos mezclados, remendados en actitudes deleznables. Somos engendros. En “The Birth” (2007), una mancha roja de forma humana se precipita al vacío, de cabeza, desde una vagina, como si el hecho de estar en este mundo no fuese más que una ocasión azarosa de supervivencia, de sobreexcitaciones no escogidas (“Fragilidad”).
Son, por tanto, las fuerzas más estremecedoras las que configuran cuerpos caprichosos, retorcidos. Bourgeois no niega su convicción creativa; probablemente entendió su mundo incomprensible, como si los hechos no se correspondiesen con un interior deseante. Los espacios que no son franqueados por puro protocolo, como el tacto o el sabor de una boca cualquiera, le sirve para refugiarse en reflexiones apuntadas como testigo. En una espiral dibujada (hipnotizada), Louis escribe “I need my memories, they are all my documents”. Lo hizo en 2006, cuatro años antes de morir, cuando sus manos sólo eran Gorovoy, cuando su actividad mental sólo era reminiscencia (“Equilibrio”). El viraje hacia esas máquinas deseantes, espacio sancionado por el psicoanálisis, se antoja obvio entonces. Si Bourgeois se preocupa por la supervivencia de la psique, si su mundo se puebla de fantasmas que van y vienen, que procrean abortos, sólo en lo visceral se encuentra la posibilidad de salvación, de recuerdo. Poco importa el género; los cuerpos de distorsionan en fricciones umbilicales, en un apego a la inocencia del niño que no ha sido sancionado. Dos cordones asfixiantes, en aluminio, con brazos y piernas, intentan abrazarse mientras levitan en la sala. En “The Couple” (2003), la comunión tiende al encuentro, al organismo unicelular, la melancolía de un estado primigenio que nunca debió ser mancillado (“Relaciones”). Como los encuentros se complican por la propia naturaleza divisoria del ser humano, son las palabras el código pobre que sirve de eclosión al subconsciente. Así, un día de la anciana infantil Louis Bourgeois se explica en una reflexión escrita cada hora; tiempo exacto e implacable (“Tomar y Dar”).
Hay una tendencia a ver en los dibujos contraídos y orgánicos de Bourgeois una respuesta a la jerarquía genérica. Por supuesto fue una mujer tremenda, implacable con su sexo, de una inteligencia única. Sin embargo, no se trata (sólo) de eso; lo que yo encuentro en su obra es una lucha de pulsiones, una introspección hacia el subconsciente; Bourgeois quería matar al padre. Cuando lo hizo se convirtió en la madre despojada que siempre quiso ser y así su poder creció. Por eso su famosa araña, presente en el claustro del museo, se llama “Maman”, porque de repente, después de terapias, notas, esculturas, dibujos, viajes, maridos e hijos, esta enorme mujer se dio cuenta que el tejido de la existencia es el fin máximo, que es necesario cuestionar los comportamientos, que no existen sólo tres aburridas dimensiones. Sagaz y con lucidez extrema, entendió que si se tensa lo cotidiano, el mundo empieza a retorcerse y se pasa del dolor a la risa tranquila del que conoce el final. En 1993 Louis le pidió a Jerry que se echase sobre un cúmulo de yeso; quería su cuerpo para una pieza. El yeso comenzó a calentarse y Jerry casi no podía soportar el dolor. Sin embargo, aguantó, quizás por amor, quizás porque quedó atrapado para siempre en una tela (“Movimiento eterno”). “Arch of Hysteria” (1993) es un dios dorado, un aviso a aquellos que se detuvieron antes de tiempo.