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ARTÍCULOS

miércoles, 13 de abril de 2016

Juego de ojos.

Colección. Museo Picasso Málaga
Por: Juan Jesús Torres
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Pablo Picasso. Los ojos del artista. París, 1917. Lápiz sobre papel vitela, 5 x 9 cm. © Museo Picasso Málaga Foto: Rafael Lobato © Sucesión Pablo Picasso, VEGAP, Madrid, 2016 

Había pasado un año a traspiés. Idas y venidas a Liguria, viajes relámpago a París, estancias breves en Zúrich. Ha pasado poco tiempo, pensaba, fue ayer que Hininger me prestaba su Leica y ahora… Sentía que necesitaba descansar, pero la exigencia es muy alta en Magnum. En 1956 cubrió el rodaje de Elena y los hombres, junto a la deslumbrante Ingrid Bergman y el genio Renoir. Lucía resplandeciente entre cables, técnicos y focos. Estaba a punto de enamorarse; ella lo miraba con cierto desaire, pero siempre atenta. Su nombre comenzó a adquirir fama en la alta sociedad de la cultura francesa, los cócteles se continuaban. Eso le agotaba aún más. Un día supo que Picasso estaba en Nîmes y le invadió la necesidad de conocerlo. Picasso, se decía, es al fin el fin. Gracias a sus contactos en la capital, pudo colarse en una velada que preparaba el pintor en el Hotel du Cheval Blanc. Cuando llegó, retrasado, Picasso reía y bebía flanqueado por trece personas alrededor de una mesa con una cena abundante. René Burri se presentó, apenas bebió y no probó bocado en toda la noche. Quiso en algún momento hablar pero no pudo, enmudeció ante la mirada del maestro.

 

A los ojos de Picasso, René era fotógrafo. El maestro le enseñó a diferenciar una imagen cualquiera de otra enfocada, aquella que llegaba más allá de la simple apariencia. Para Picasso la exactitud estaba escondida en la inocencia: “Fotografiar como pintar, René. Pintar como un niño me ha costado toda una vida”. A Roberto Otero, el maestro no lo miraba como fotógrafo, sino como un sobrino, el único y el protegido. A Burri lo miraba con ironía, como un viejo oráculo, a Otero con cariño y condescendencia, como un toro bravo bramando en sus últimos coletazos. Parte de aquellas fotografías familiares pertenecientes al Fondo Roberto Otero se exponen junto a 43 obras del genio malagueño y algunos libros ilustrados en Juego de ojos. Colección, la taimada, profunda y sincera muestra que el Museo Picasso de Málaga dedica a la representación de ese estrecho y trastornador hilo imaginario que se dibuja en el encuentro ante los ojos del Otro. Una exposición que profundiza en la amplia colección del museo en una secuencia cronológica que incoa con La mirada del artista (1917), su propia contemplación, incisa y plisada, esforzada, dilatada como la distancia focal de un objetivo fotográfico, afanada, enfocando lo que el motivo esconde, la pura verdad.

La inquietud de esa mirada inicial es la esencia de un pintor que nunca dejó de vigilar las posibilidades plásticas, permanentemente avizor. El registro que manejó el maestro iba desde el boceto novedoso (Perfil de mujer, 1924) hasta la detención académica (Rostro, 1928) de modo transversal, negándose a creerse vertical, como si los supuestos logros que le achacaban cerrasen el proceso. Picasso era un hombre que no desechaba el trabajo; disciplinado y apasionado de su labor, ni excluía ni desestimaba. Era un artista total. Juego de ojos. Colección pliega la continuidad introduciendo dos tramas que transforman la lectura en un ejercicio rizomático. En un ejercicio de orientación, la muestra se preocupa por la relación entre el artista y sus modelos, una tensión intensa entre el tremendo poder que ejercía la mujer en el pintor y su latente misoginia, un espacio de incertidumbre que pertenece al espacio de pensamiento de un hombre acostumbrado a materializar. Son muchos los retratos de mujer en la muestra, muchos perfiles huidizos y miradas de reojo, esquivas, repletas de fascinación. Jacqueline, Dora, Olga, Fernande…Las mujeres de Picasso, sus miradas y el juego de seducción, presente en cualquier mirada encontrada. La resolución de un juego de miradas que en Picasso está repleto de sabiduría, de recursos, de reflexión práctica, de arrojo y de cierta bestialidad.

Ante los retratos coloridos de Jacqueline pintados por un Picasso maduro, momento en el que ya ha conformado un discurso escultórico y cerámico, argénteo como su trabajo pictórico, trazado con la misma determinación que obras gráficas que no desdeñan solemnidad (Busto de perfil III, 1958) ni virtuosismo (François, 1946), es difícil no divagar en un todo, en un último estadio de imágenes que cubren nuestro vasto entorno, que construyen a una persona entre obras de arte, legible en código creativo; yo atrapado en la sequedad de la boca del maestro que concentrado se aleja del lienzo, desgasta el carbón y acaricia la loza. Picasso se percibe en el gesto, en la valentonada, pero solamente se puede intuir. Si su obra es una amalgama de verdades materiales, de presencias, el hombre se protege en la percepción del otro como sujeto escópico, oculto en su ostentación. Picasso miraba para ser mirado, en su retozo no decaía. Para que un juego sea disipado los participantes deben conocer las reglas y basarse exclusivamente en ellas. Picasso, el sugerente, no le explicó a nadie, nunca, cuáles eran las suyas. Por eso miraba al objetivo de Burri con desdén, socarrón, sabedor de que era imposible que una película de plata consiguiese algo que ya estaba pintado, dibujado y esculpido, sobradamente explicado. “Era un mago, para mí, el último hombre”, evocaba Burri, poco antes de morir.

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