lfonso Albacete, En el estudio, 1979. Óleo sobre lienzo, 196 x 228 cm.
Colección Fundación Juan March,
Museu Fundación Juan March, Palma. © VEGAP, Madrid, 2013
Alrededor de la pintura de los 70-80 una figura, y un discurso, aparecen repetidos con asiduidad, casi obsesiva. Ésta es el del pintor en el estudio, el espacio del taller, los instrumentos del artista, o la ventana.
Algunos cuadros de Alfonso Albacete son reveladores en este sentido. En el estudio de 1979; El pintor en el estudio (1983). O Ventana al sur ; o Ventana de Levante… (En el estudio se titulaba, recordamos, la exposición que en 1979 hubo de realizar en la galería Egam).
Como una figura repetida, la pintura se situaba en el espacio previo a pintar. Representaba el escenario, las condiciones de posibilidad del cuadro; la reflexión anterior a la obra. O las ventanas, escenario distante desde donde se divisa aquello que más tarde se va a representar.
La pintura de los 80 hablaba, en tantas ocasiones, de la posibilidad de pintar. O de su imposibilidad.
Otra figura se reitera en el discurso de aquellos años, el de la cita de “la pintura”. Era la marca de una actividad. Que en cierto modo marcó el arte de aquella década. «Atreverse a hablar de pintura –escribía Ángel González en el catálogo de Madrid DF– Atreverse a pintar. Ahí están, al fin, de acuerdo todos los que pintan y también los que hacen como que no pintan: Juan Navarro Baldeweg, por ejemplo, o Eva Lootz».
Y el recurso a vueltas con ésta, entendida como una noción abstracta, casi autosuficiente, cuya sola mención ponía en marcha un extenso discurso –porque de extensos discursos estamos hablando– hacia un objeto que se había vuelto difícil, casi imposible en los años anteriores. Y que en su redundancia olvidaba quizá el hecho de pintar –perdidos los cuadros en la demostración de su difícil posibilidad…En la pintura tituló, sencillamente, la exposición que organizara en 1977 el crítico Quico Rivas en el cercano Palacio de Cristal. La pintura como vellocino de oro tituló, más tarde un cuadro, de literaria figura, el pintor Pérez Villalta… En aquel momento funcionó. Bajo el reclamo de tan simple enunciación todo el mundo entendía de lo que se estaba hablando. De un momento nuevo, señalado por el simple retorno a la práctica del cuadro y de sus protagonistas, y del final del arte normativo –y comprometido– de las décadas anteriores. Más tarde, habría algo de parálisis en la repetición, tantas veces realizada ya, del término: la pintura. Como si la propia práctica se detuviera en la enunciación de su simple posibilidad. La pintura hablaba del estudio, de la reflexión previa, de los elementos de la práctica, de las condiciones de su mero enunciado. «La pintura deviene ensayo sobre la propia pintura», afirma Armando Montesinos en el catálogo de la exposición.
La mayoría de estos pintores surgen de un difícil período: el de la negación de la obra, el de su imposibilidad. «Creo que nosotros somos conceptuales que pintan», afirmó en alguna ocasión Guillermo Pérez Villalta. Alguno se quedó sorprendido, porque era el propio artista el que de alguna forma había planteado, en su obra y en sus textos, la opción más radical de un retorno a la narración –y a la representación– en su pintura.
«Yo tengo –le había manifestado en una larga entrevista a Kevin Power– una necesidad de contar. Desde hace bastantes años la pintura no ha dicho nada, no tenía ninguna narrativa que contar».
El estupor, la parálisis en algunos casos, de los años anteriores. Exceptuando a Miguel Ángel Campano, estos artistas vienen de diferentes prácticas, alrededor de la pesadez conceptual de los 70.
«Después de un largo período de pintura de índole constructiva llegué allá por el 76 a una situación de bloqueo, a dejar de pintar. A través de la práctica del automatismo psíquico y asumiendo la influencia del Action painting, rompí este estado de bloqueo y di paso a un período muy activo y fecundo cuya obra puede caracterizarse precisamente por la gestualidad y la apertura a todo tipo de pulsaciones irracionales», declaraba, a mediados de la década Miguel Ángel Campano al mismo Kevin Power. En otro lugar había descrito esta parálisis de la década anterior. «Kosuth declara que el arte es la definición del arte. Mis preocupaciones por el lenguaje y la teoría me llevaron a un callejón sin salida».
De la imposibilidad se partía. «Pensándolo bien, mi trabajo es el remedio a la imposibilidad de hacer una obra: lo que yo pudiera tener que decir no me interesa gran cosa», relataba una de las artistas de la década, Eva Lootz.
No sino negaciones habían traído las décadas anteriores: la repetitiva declaración de la muerte de la pintura. Ya en 1921 el crítico Taraboukin había hablado del famoso Cuadrado negro de Malevich como «el último cuadro, la obra extrema». Pero también Ad Reinhardt afirmaba de su obra en 1957 «Simplemente estoy pintando los últimos cuadros que jamás puedan hacerse».
A finales de los 70 varias exposiciones vienen a demostrar que se están pintando cuadros. La clásica, 1980 en la galería Juana Mordó, provocó en cierto modo el acta de nacimiento de la nueva década. Confirmada en la indignación que hubo de producir en su momento en los críticos de la normativa política comprometida del arte de aquellos años. En Valeriano Bozal, por ejemplo. Pero sobre todo en un Tomás Lloréns cuya encendida respuesta a lo que allí se estaba gestando ayudó en no pequeña medida a definir la propuesta –bien que fuera al modo de la teología negativa.
Pero es que, independientemente de las condiciones autorreferenciales de esta pintura que estaba dando vueltas sobre sí misma, lo que de pronto aquellos artistas estaban planteando –y se plantearía, de un modo más coherente, pero también más tardío, en los movimientos postmodernos internacionales de los años siguientes– era la ruptura de un modelo del tiempo, y de la historia, lineal, el cual en cierto modo había presidido la historia de las vanguardias hasta el final de siglo.
El pop había, de alguna forma, decretado, la presencia en el cuadro de los elementos como cita, como metalenguaje. («Jasper Johns, en efecto, sabe de sobra cómo jugar con los códigos del expresionismo Abstracto, o del arte Minimal, citándolos irónicamente como metalenguajes», se citaba en un ensayo de la época).
La historia, de pronto, se había hecho fragmento, biografía, “la simultaneidad de todos los momentos”, rompiendo la dictadura de una linealidad a cuya necesidad se refería el arte. De la “crisis de los grandes relatos” se habló en su momento. Esta pintura, de algún modo, planteaba de pronto, la ruptura de la linealidad del tiempo, de la Historia como absoluta necesidad.
El recurso a la cita, la presencia de la franja en el cuadro como referencia –a una obra, un cuadro anterior– aparecen como prácticas comunes en su pintura. Era una herencia del pop, en cuyo paisaje se habían formado la mayoría de los entonces jóvenes pintores de la década.
Pero también la posibilidad de la historia como fragmento, como discurso interrumpido, repertorio interrumpido sobre cuyos restos los pintores indagaban.
«(La Historia del Arte) Para mí es algo así como una de esas basuras que te encuentras de noche por la calle y en donde te pones a hurgar de un modo nada indiscriminado, ¿no?» había declarado Miguel Ángel Campano. Pero ya en 1980 – en el catálogo de la exposición de Carlos Alcolea – el crítico y pintor J.A. Aguirre, cuyas intuiciones – y selecciones – habían, en cierto modo, inaugurado la década anterior, escribía: «Hablábamos de pintura, llenos de color, de Friedrich, Newman, Rothko y Tintoretto. Enseguida llegaron los Encuentros de Pamplona y unos años más tarde el support-surface. Pero estaba claro que había otra calle, por donde íbamos a seguir andando a la manera antigua G.P. Villalta, R,P. Mínguez, Carlos Franco y alguno más».
La otra posibilidad, fragmentaria y posthistórica es la del instante, el momento privilegiado de la autobiografía – se había producido, una década antes, en la que fue la nueva poesía, la literatura culta, elegíaca y autorreferencial de la nueva poesía de los Novísimos. «Me bastaba pintar a ciertas horas, llevando en la memoria hasta el estudio la prolongación de aquellas sensaciones que hacían el paisaje», escribía, en otro lugar, el propio J.A. Aguirre.
Una época se cierra en cierto modo en 1983 con la publicación del artículo de José Luis Brea Tras el concepto: escepticismo y pasión en la efímera –y excelente– revista El Comercial de la Pintura. Que las nuevas tendencias irían por otro lado quedaría asimismo reflejado en la propia exposición del mismo en 1989 Before and after the Entusiasm en la Kunst Rai de Amsterdam . Una intención alegórica; una suerte de neo-conceptualismo nombraría los años siguientes.
Del largo diálogo entre Armando Montesinos con aquél; con los artistas que figuran en el Palacio de Velázquez, con otros; de la reelaboración de su concepto de “la pintura-fuerza” surge esta exposición, ahora. En la forma de una exposición de los cinco artistas elegidos por el comisario. En la que una excelente selección y un luminoso montaje nos hacen retomar la conversación. De la pintura, de los 80, de su difícil y entusiasmada práctica.