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jueves, 17 de mayo de 2018

Esther Ferrer. Espacios entrelazados

Museo Guggenheim Bilbao
Por: Juan Jesús Torres
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Las risas del mundo, 1999/2018.
Vista de la instalación
Archivo Esther Ferrer
© Esther Ferrer, VEGAP, Bilbao, 2018
Foto: Erika Ede 

Es sabido que el arte, tras la palpitación que supuso el establecimiento de las Vanguardias, invirtió la experiencia estética que le acompaña. Y aunque es ya redundante insistir en la fractura duchampiana, conviene no olvidar el inicio de una nueva cronología de posibilidades. La pasividad de la contemplación era el disparador del artista considerado genio, algo así como un diosecillo que velaba por mantener la capacidad humana de representación, a salvo. Sin embargo, las dudas que la Historia filtraba, abrió una posibilidad a un nuevo ejercicio de apreciación del arte en relación con su contenedor. La expansión del objeto artístico funcionaba como una activación del espacio, una invitación a formar parte del engranaje estético que supone hacer obras de arte en la caduca modernidad. Esther Ferrer (San Sebastián, 1937) es, por eso, una artista plenamente contemporánea. Lo es por la aceptación sin reservas de las contingencias de un arte que impulsa fórmulas de ampliación de la acción. Una intensificación que está en el manifiesto de Zaj, el cardinal grupo de música vanguardista formado Juan Hidalgo, Ramón Barce y Walter Marchetti en 1964. Sus consecuencias son, como su creación, de naturaleza expansiva. Tres años después de su fundación, el movimiento atañe a poetas, compositores, artistas plásticos, escultores y artistas de la acción. En torno a Zaj, Martin Chirino, por ejemplo, dibuja el espacio desde la forja. Accionarlo es la intención de Esther Ferrer, miembro de facto del grupo desde 1967 hasta su disolución en 1996, cuando el Museo Reina Sofía le dedica una definitiva retrospectiva.

 

Delante del enorme peso de sus recurrentes referentes –Mallarmé, Cage, Perec- en la conceptualización de las prácticas artísticas contemporáneas, quizás haya un renovado momento de escrutar las prácticas de Zaj y sus copartícipes a la hora de referenciar el limitado espacio de creación vanguardista que la España bajo la dictadura pudo mantener. Por ahora, en un ejercicio anacrónico, el Guggenheim Bilbao muestra uno de esos necesarios conatos de recobro. Esther Ferrer. Espacios entrelazados reúne nueve instalaciones, no mostradas hasta ahora,en la que tiempo, espacio y percepción conectan para crear posibilidades a un público activado a través de la minuciosa construcción del espacio expositivo. La comisaria Petra Joos ha querido que sea el propio asistente el que soslaye la experiencia sensible uniendo diversos hechos como la perspectiva, la risa, la dilatación del tiempo o la orgánica impresión de la piel. Para ello se han reinterpretado trabajos anteriores de Ferrer hasta conformar un sitespecific que nace de la revisión de piezas que, como otras tantas, insisten en el espacio medible, en sus juegos de perspectivas y con ellos las divergencias de la percepción, la activación del espacio y la apropiación de la arquitectura del principio de simbiosis. La inversión propuesta por Ferrer, como todas aquellas artistas de la performance, es dejar el quietismo fuera de la ecuación para hacer un arte de práctica dotadora de movimiento.

La conmoción, el viejo axioma del paso de la potencia al acto, es tomar consciencia sobre el propio presente. Entrada a una exposición (1990), un portón de plumas que atañe a la piel y su independencia sensible, va más allá de la simple aceleración del espectador. Funciona además como rastro. Durante el paseo por el museo, plumas negras se esparcen aquí y allá. Los visitantes la transportan de una sala a otra como néctar. Las risas del mundo (1999) es, a pesar de su peso dentro de la sala, la pieza más periférica e insustancial. Un mapamundi se extiende en el suelo y sobre él, cuarenta tablets enseñan otras tantas sonrisas. Un atlas de apariencias humanas que se activan de acuerdo a la disposición de los visitantes en torno a la pieza. El resultado es un “concierto de la risa”, una composición aleatoria dirigida por la pura presencia. Una pieza relacional que, no obstante, desentona en el conjunto expositivo, mucho más cauto y sugerente en general.

Insinuaciones de construcciones imposibles, de delicada robustez. La silla, el lugar del descanso y el principio de la reflexión, se conjugan en Instalaciones con silla (1984) y la más reciente Sillas suspendidas (2018) para denotar una “metarquitectura” que niega la posibilidad de uso y exalta la experiencia espacial del objeto cotidiano. Estas piezas sí resultan necesarias para completar el entramado de la muestra, ya que guía al espectador hacia un espacio de cosificación en el que el propio museo se convierte en gráfica tridimensional. Proyectos espaciales (1990) es la formalización de las inquisiciones que ocuparon a la artista intermitentemente durante los setenta. En su pulsión conceptual, Ferrer apaga cualquier acto del yo para centrarse en la exactitud matemática y sus infinitas conmutaciones. Estas variaciones a través de hilos, cables o cuerdas fijadas en diferentes lugares de la sala, son una de las muchas corporizaciones de la perfecta esencialidad que Ferrer ha perseguido durante toda su carrera. Así pudimos corroborarlo en la reciente exposición que el Museo Reina Sofía le dedicó a la artista en el Palacio de Velázquez y así es cómo esas posibilidades y variaciones activan ahora el magnífico museo vasco, significante de la experiencia perceptible y de los eternos tanteos.

Entrada de Juan Jesús Torres

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