Liliana Porter
Narraciones, estilos y escaparates de lujo en un contexto mítico
Los eventos paralelos repartidos por la ciudad, que parecen moverse en una dirección muy distinta a la defendida por Christine Macel, es decir, buscan narrativas y ficciones. No obstante, esto no nos sitúa necesariamente frente a un arte que sea interpretación de su momento, a no ser que pensemos que este tiempo está marcado por la fatuidad y el espectáculo. En cualquier caso, es mucho y variado lo que hallamos.
Si la propuesta principal de esta bienal cae en lo anodino con facilidad, en el casco histórico de Venecia todo se vuelve esplendor, quizás falso, hijo del mito, pero no por ello dejan de detectarse ciertos agotamientos. Por ejemplo, Axel Vervoordt en Palazzo Fortuny, viene dejándonos maravillosas exposiciones en uno de los palacios más bellos de Venecia, creando vínculos y diálogos por encima de los siglos, con momentos gloriosos como hace doce años o la culta y prodigiosa Proportio hace dos años. Sin duda, volverá a fascinar a aquel que vea este experimento por primera vez, pero Intuition termina por revelar más estertores que líneas para futuros desarrollos. El primer piso en medio de los restos del pintor español sigue siendo deslumbrante –cómo no serlo en este escenario– pero no se hila discurso alguno al final, buscando más el efecto que la atmósfera de conjunto. Está claro que no es lo mismo plantear la medida del mundo a partir del cuerpo humano partiendo de la “anatomía” de Andrea Vesalio, como ocurría en Proportio, que iniciar citando a Paulo Coelho. Sin duda, tienen que replantear el proyecto.
Algo parecido ocurre con Jan Fabre en la Abbazia di San Gregorio, la enésima propuesta en cristal en la ciudad con un lenguaje más que repetitivo. Puestos a elegir propuestas que usan un material tan relacionado con el lugar desde el que hablamos, más vale ir a la isla de San Giorgio Maggiore a ver a Pae White, que tras la intervención de Hiroshi Sugimoto lo tenía difícil, pero que sale airoso con su fastuoso y largo muro. Y sobre todo, la intervención de Loris Gréaud, bajo el comisariado de Nicolas Bourriaud, que vuelve a abrir un horno en desuso para reavivar su llama con efectismo pero también con pertinencia.
Dentro de estos listados que podrían ser infinitos, no se puede olvidar el éxito del Pabellón de Cataluña, comisariado por Mery Cuesta y RocParés, con La Venecia que no se ve de Antoni Abad, una parada más de un proyecto que Abad viene desarrollando desde hace años en distintas ciudades, mapeadas bajo el signo de la invidencia y en colaboración con habitantes e instituciones locales, sirviéndose de una app, Blind Wiki, proyectada por el mismo artista, y otros elementos como un cómic táctil para otra experiencia sensorial de la ciudad. Este es el verdadero proyecto que de por sí tiene un valor formidable, si bien ha quedado como contexto más que como fin ante la repercusión que han tenido los paseos en góndola –diferentes también en función del “guía”– en los que el espectador hace la experiencia de los canales como si fuera invidente. En cualquier caso, parece tenerlo todo: experiencia, comunicación y una larga investigación cuyo formato original ha despertado el interés en medio de la vorágine de eventos.
Más experiencias con signo español: del proyecto colaborativo Vitá-cora de Maya, de Irene de la Barca, que entre 2011 y 2017 ha trabajado con la comunidad local en la restauración de este “pabellón” flotante, a exposiciones más tradicionales de clásicos de nuestra historia reciente como Fernando Zóbel en Fondaco Marcello, pasando por Ciutat de vacances en el Museo di Palazzo Grimani, proyecto sobre gentrificación y turismo de masas que en los próximos meses se expondrá en Es Baluard, Arts Santa Mònica y el MACA.
Pero por encima de elencos y representaciones, merece la pena reflexionar por un momento sobre estilos y protagonistas. Sin duda, de esta edición, además del Pabellón de Alemania, van a quedar dos imágenes: la colosal escultura de Damien Hirst en Palazzo Grassi y las manos en el Gran Canal realizadas por Lorenzo Quinn. Dos propuestas muy distintas pero que dan pie a debatir sobre la transformación del modelo cultural para la ciudad.
Hirst, tanto en Palazzo Grassi como en la Punta de lla Dogana, es quien más revuelo ha levantado, como nos tiene habituados. Treasures from the Wreck of the Unbelievable es un fake sobre el supuesto descubrimiento de una nave descubierta en 2008 que permitía revivir la leyenda de Cif Amotan II. Sobre esta obra se ha dicho de todo, pero era increíble escuchar comentarios como “pero si es falso”. Cierto que lo es –qué hay que no lo sea–, Hirst al menos no intenta engañar a nadie, sino volver la mirada hacia el carácter ficcional de toda narración. No obstante, y al margen de supuestas verdades –el propio artista reconoce que “la verdad está basada en creer al menos en dos sentidos: lo que se considera verdadero, pero también para volver reales tus deseos”–, lo que sí que acaba siendo censurable es el exceso en el que cae. Para contar esta historia no es necesaria tanta monumentalidad, que termina por ser un mausoleo kitsch, divertido de inicio pero que no pasa de ser una muestra más de seducción de escaparate suntuoso.
Es decir, ya hemos perdido totalmente el sentido original del otium, pervertido en mero entertainment, circunstancia de la que Hirst sabe sacar botín como nadie, siendo como es un tiburón que se mueve con destreza en cualquier área del negotium. Y muy especialmente revela el modelo de fundación que llega a Venecia: obras espectaculares, lujo contemporáneo y sobre todo espectacularidad.
Esa misma senda parecen seguir otras fundaciones más discretas, como el Espace Louis Vuitton Venezia, en estas fechas con A Journey that Wasn’t de Pierre Huyghe, y en cierto sentido también lo es la Fondazione Prada, aunque ha mostrado experimentos orientados a la investigación como Belligerenteyeso la recreación de muestras históricas como When attitudes become form, contando durante esta bienal con un conmovedor The Boatis Leaking. The Captain Lied con Alexander Kluge, Thomas Demand y Anna Viebrock, comisariada por Udo Kittelmann.
¿Qué atrae estas fundaciones a esta ciudad? El mito, el lujo, su condición de única. ¿Pero qué se propone en este escaparate internacional? ¿Un modelo espectacularizado? Sin duda, no es por lo que aboga el Polo Museale del Veneto ni instituciones clásicas como el Istituto Veneto di Scienze, Lettere e Arti o la Fondazione Querini Stampalia, activos todo el año con varias actividades para los residentes, igual que hacen otras instituciones llegadas no hace mucho como el European Cultural Centre, aunque sea difícil entender la línea precisa o identidad de sus propuestas.
Durante la vernissage de este año se ha registrado lo que quizás podría ser una contra tendencia. Así, dentro de las geopolíticas particulares que hace dos años nos mostraban el desembarco de Azerbaiyán, buscando notoriedad con poco gusto pero mucho dinero. Este año es Rusia la que ha estado más presente, pero sin caer en la ostentación fácil.
Al pabellón en los Giardini de Grisha Bruskin, se han añadido otras muchas actividades, como la exposición de Valery Koshlyakov en Ca’ Foscari, pero ha sido especialmente notoria la inauguración de la V-A-C Foundation con Space Force Construction. Lejos de las grandilocuencias habituales, bien sean en forma de nombres conocidos o apariciones monumentales, se centra en revisar con artistas actuales y jóvenes el pasado común soviético. Este sí que es un diálogo logrado entre clásicos de la historia del arte y artistas actuales, con formatos y propuestas muy variadas, pero conformando un relato único bien construido y dentro de un programa de actividades performativas y cinematográficas bien elaborado.
Por último, están las acciones específicas cuyo sujeto es la propia ciudad de Venecia. Dentro de estas propuestas siempre necesarias, llama la atención, también fuera del programa de la Bienal, Indian Water, el llamado Pabellón de los nativos americanos en el jardín de Ca’ Bembo, espacio ocupado por estudiantes para impedir su venta y donde Nicholas Galanin y Oscar Tuazon reconstruyen estructuras que homenajean Standing Rock, sirviéndose de los desgastados pilones de amarre de los canales venecianos.
También merece la pena contemplar otras intervenciones en espacios consolidados, como la realizada en Ca’ Rezzonico por Marzia Migliora, titulada Velme, que hace referencia a una porción del fondo de la laguna que emerge cuando hay mareas bajas. Las velme, como toda la laguna veneciana, viven bajo peligro dentro del frágil equilibrio de este ecosistema. A ello alude la instalación más poderosa, “la fábrica iluminada”, consistente en cinco bloques de sal sobre mesas de tallado, gemas preparadas para ser esculpidas en la parte central del museo.
Y por fin volvemos a la tan fotografiada Support de Lorenzo Quinn, que ha tenido mucha más trascendencia que la Golden Tower de James Lee Byars. Se trata de dos manos que emergen del Gran Canal hacia el Hotel Ca’ Sagredo, precisamente para sujetar esta ciudad tan delicada y expuesta a los cambios climáticos y al paso de las hordas de turistas. Efectista, sí, lograda, también. Pero lo que quizás llame más la atención es que los lugares preferidos para contemplarla son los vaporetti, ese mercado de Rialto en el que los puestos de máscaras van ganando cada vez más terreno a los de verduras y pescado, y muy significativamente desde la terraza del Fondaco dei Tedeschi, reconvertido tristemente en un gran centro comercial de lujo, firmado por Rem Koolhaas, y quizás el mayor síntoma de la transformación de la ciudad en parque de atracciones de lujo.
Fragilidad, confusión, espectáculo… pueden ser las conclusiones de una bienal decepcionante, pero en la que siempre hay algunas piezas que hacen que merezca la pena el viaje. No obstante, son varias las muestras de agotamiento, los falsos activismos, y todo ello revela que están en juego los modelos culturales, el sentido de la propia bienal como lugar donde rastrear tendencias y el rol del comisariado, necesitado más que nunca de propuestas con coraje que formulen una tesis fuerte y no un simple catálogo de universos.
En suma, quería recomendar más otium y menos negotium, búsqueda en definitiva de sabiduría y de la práctica de la virtud, que nos alejara de vacuos y reductivos posicionamientos para aprender también a través de la perplejidad y el contraste. Sin embargo, desde lugares como el Fondaco dei Tedeschi, es difícil hacer este tipo de recomendaciones, ya que principalmente se manifiesta un hecho: estos términos no tienen más destino que el olvido –igual que esta Bienal– y la única realidad es que casi todo queda bajo el signo del business, que anula la reflexión y nos deja únicamente un vulgar “ocio”.