La habitación de Catalina, 2001.
En el ensayo (con rapsodia) Espuma, Anne Carson recuerda que lo Sublime es una técnica documental (que se funda en documentos, que se refiere a ellos). Carson delimita una dialéctica entre la pomposa descripción de Longino (una magnífica edición de De lo sublime es la de Acantilado, con traducción de Eduardo Gil Bera) y Michelangelo Antonioni. Longino entiende lo Sublime como un desborde, una yuxtaposición semiótica y gramática de manera que el paciente lector pasa a formar parte del juego. De otra manera; el público, individuo grupal que diría Jung, se alza naturalmente, se eleva hacia una orgullosa altura de manera que parece confluir sus expectativas con lo expresado. El primero en hacer uso del desborde es Homero, enfurecido en su canto como el mismísimo Ares. La conexión deviene brutal. Lo Sublime te alcanza, querido lector, como una bofetada. Carson cita a Michelangelo Antonioni: “¡Cuántos golpes recibió Lucia para la escena final! El filme termina con ella golpeada y sollozando, en el umbral de una puerta. Pero ella parecía siempre feliz y le resultaba fingir que se sentía desesperada. No era una actriz. Para obtener los resultados que yo quería tuve que utilizar insultos, maltrato, fuertes bofetadas. Al final ella se derrumbó y se puso a llorar como una niña. Interpretó su papel maravillosamente” (Antonioni; 1996). Se refiere al rodaje de una secuencia de Cronaca di un amore (1950). Lucia es Lucia Bosè. En este caso, el desbordamiento es físico. El impacto, en la representación iconológica, es el mismo. Si lo Sublime es documental es porque el levantamiento se produce en la superación del umbral. Longino lo entiende en Homero. Antonioni cruza la escena real para adentrarse en la ficción. En ambos casos, lo Sublime atañe un apuñalamiento, una profunda convulsión.
En Bill Viola: retrospectiva hay varios de esos desbordamientos que en su apariencia monumental quieren ser sublimes. En la galería 209 del Museo Guggenheim de Bilbao se exponen en la misma gigantesca proyección las dos piezas que Bill Viola (Nueva York, 1951) produjo en 2005 para la ópera Tristán e Isolda. En Tristan’s Ascension la narración transcurre al revés. La técnica del vídeo lo permite. Unas gotas van surgiendo poco a poco desde el suelo hasta alcanzar a ser una fuerte cascada que elevan a un vencido Tristán. En Fire Woman una mujer avanza, parece, hacia un fuego que se aviva al fondo. Sin embargo su silueta es engañosa y en lugar de ello se aleja hasta caer, rendida, a un estanque en primer plano que permanecía invisible. La monumentalidad y la sorpresa hacen que la experiencia se transforme en vivencia, esto es, que la disincronía de la aceleración se torne axioma del tiempo histórico. Viola es, como todos aquellos que entendieron la lógica de la imagen en movimiento, un escultor del tiempo. Pero para llegar a que este texto se entienda, te propongo, lector, dos recorridos por la retrospectiva. El primero, el recomendado; cronológico. Útil si tu objetivo es la acumulación. El segundo, desde la libertad de movimientos. Esencial si tu fin es el conocimiento. Es en éste donde descubrimos algo que no sólo sirve para entender el pensamiento de Viola, sino que somete a toda la lógica del arte actual; algo así como la desnudez de la obsesión. Debemos ir de la 209 a la galería 204, teóricamente la primera de la visita. En ella se exponen obras tempranas, cuando Viola trabajaba como asistente de otros videoartistas tras participar en diversos cursos de Estudios Experimentales en la Universidad de Siracusa. Son experimentos, o más bien, intentos de llevar a la imagen en movimiento sus intereses místicos basados en un profundo conocimiento de diversas filosofías orientales y occidentales. El joven Viola descubre que a través de la manipulación técnica es posible narrar sus preocupaciones sobre la condición humana, el nacimiento y la muerte, el apego, el deseo y la transfiguración. Uno de esos prematuros trabajos rinde homenaje a William Blake; Songs of Innocence. Así, Viola inaugura su implicación en la cultura creativa contemporánea. En la galería 204 del Guggenheim de Bilbao hay una pregunta sobre el lugar de la visualidad en el lenguaje.
La cuestión remite, inevitablemente, a W.J.T. Mitchell y su conocido giro pictorial: el paso del texto a la imagentexto y las dudas sobre aquello que tantos han llamado el lenguaje visible. No es de extrañar que en su intento de dilucidar la incógnita, Mitchell se acuerde, como Viola, de William Blake. En su Teoría de la Imagen (editado en España por Akal), Mitchell evoca que si existe una lingüística de la imagen debe haber una iconología del texto, confluyentes en una acción inevitable: la escritura. Bill Viola, al modificar la grabación en sus vídeos lo hace a través de la incisión directa, esto es, escribiendo sobre el acto original. No es difícil pensar que escribir no deja de ser una trascripción de una serie de signos a imágenes. Jeroglíficos, alfabeto o vídeo 4K, poco importa. Escribir visualiza el lenguaje. Nuestro mundo, plenamente atravesado por la imagen, siente obsesión por la escritura. Tanto es así que aparece, en ocasiones, como ciencia, una ciencia de la escritura. Esta es la gramatología, preocupada por todas las marcas, huellas y signos que escriben. Quizás sea el momento de rememorar a Jacques Derrida. Éste se propuso deconstruir aquellas marcas para encontrar su diferencia. El resultado es un desplazamiento de la imagen. La différance sitúa a la escritura en un territorio intermedio, entre dos otredades. Bill Viola conoce esta clásica disyuntiva: ¿Cómo decir lo que veo y cómo puedo hacer que tú, lector, lo veas? En principio, a través de un arte compuesto, que relacione imagen y palabra (todos buscamos en las cartelas algún signo que nos explique lo que vemos). Sin embargo, no podemos negar lo atractivo de la invisibilidad, de lo escondido. El romántico William Blake creía, como todos los de su generación, que la imagen no podía alcanzar cuotas de legibilidad más que a un nivel de reflejo. Como el espejo que devuelve una imagen deforme de la realidad. Blake, como todos los románticos, emprendió entonces una iconoclastia estética, es decir, una interpretación irreal y embellecida de la imposibilidad de lo real. Así lo entendió Edmund Burke, el padre de la iconoclastia estética: la poesía está indicada para presentar lo misterioso, lo oscuro, lo incógnito. En una palabra; lo Sublime.
Todavía hay algo más. Como dije, nuestro mundo está atravesado en su totalidad por la escritura. Somos una sociedad convulsionada por la imagen. Nuestro tiempo ha cambiado precisamente por ella. Si el tiempo histórico es lineal (lo cual lo dota de sentido), el nuestro ya no. Nuestra temporalidad es una amalgama de momentos que son ya pasados (como un tuit) que rápidamente dejan de captar la atención. Nuestro tiempo, esparcido en momentos, se precipita entre el hueco que cada uno de esos instantes ya pasados enseña. La muerte es ahora el tiempo entre un post y otro, la angustia entre un like y el siguiente. Lo Sublime de nuestra época, entendida en su dimensión documental, ya no es poesía de lo oculto sino la exhibición radical. Así, ante la pregunta antes formulada, no hay respuesta posible. O mejor dicho, la respuesta es fluctuante y dependerá de su (tu) presencia. La obra de Bill Viola, como todo el arte contemporáneo, necesita del otro para su formación. Por eso recurre a la diferencia (diffèrance), a los espacios intermedios. Viola, influenciado por la magnitud del pensamiento renacentista, por la capacidad humana de reflexionar sobre los propios fundamentos de su existencia, se esfuerza en ocupar esas marcas, reinscribirlas aun a sabiendas que en algunos casos no podrán ser leídas más que en su reflejo. Esta es la prodigiosa contradicción de nuestro arte. No sorprende que para sus piezas se esfuerce en grabar el espejismo, la farsa, la escritura sobre la existencia, el paso de la nada al algo, la resolución de lo incógnito. Y por eso, una vez resuelta la ecuación, se preocupa por instalar sus obsesiones a través de las fuerzas primordiales de la naturaleza, como el agua o el fuego. Todo ello desde la oficiosidad, desde la punción que supone conocer el medio, en su caso el vídeo. Invierte, ralentiza, compara. El juego es el mismo que el compuesto por William Blake y exaltado por Burke. Como los votos a Ares de Homero, como la bofetada de Antonioni. Se trata de desbordar la realidad y devolver un espacio vacío, de alzarse para completar físicamente el hueco que impide que la experiencia sea vivencia. Eso sí, requiere presencia.