Pabellón de Alemania
¿Sigue habiendo relación entre otium y virtud?
Otium ha sido uno de los conceptos más llamativos de los utilizados por Christine Macel, la comisaria de Viva Arte Viva, la LVII edición de la Bienal de arte de Venecia, y conservadora jefe del Centro Pompidou. Efectivamente, el “ocio” actual deriva de este concepto y, aplicado a la labor de los artistas, se podría prestar a no pocos equívocos, por lo que será mejor empezar definiendo el origen de este término.
La referencia clásica es el De brevitate vitae de Séneca, para quien el otium es la parte más importante de la vida del individuo, siendo la que se dedica a la lectura y la formación para la constitución de la moral y para buscar, por tanto, la virtud. Su opuesto: los negotia, relativos a los asuntos o cargas públicas. El otium se entiende entonces como una actividad para nosotros mismos que nos puede llevar a la creación y no a la pereza o al entertainment –como parecen mostrar las derivas contemporáneas del término–, y el negotium supondría su anulación. Así, estados tan actuales como el ansia, la desconcentración, la desorientación, el temor, son para Séneca algo frecuente en quien no cultiva el otium; de ahí la inclusión en esta bienal de espacios como el Pabellón de las alegrías y los miedos.
Este principio sirve a Christine Macel como forma de aproximación a al objetivo de su planteamiento: poner al artista en el centro. No obstante las aclaraciones, quizás de partida ya hay una pregunta que nos podríamos hacer: ¿en el otium actual no acaba predominando la inercia del negotium?
En cualquier caso, si abordamos ya el Pabellón Centralde los Giardini, el recorrido nos lleva de inmediato al corazón del mismo. Tradicionalmente en este lugar hay una obra que sirve de declaración de intenciones de la que parte todo el discurso. En este caso, no son pocas las perplejidades ante el concurrido taller escenificado, que –no sin dificultad– descubrimos que surge bajo la dirección de Olafur Eliasson. El punto de partida puede ser loable: erigir un relato comunitario en torno al tema de la inmigración, creando procesos que transmitan el mismo concepto que al principio del Arsenal: “colaboración”. Sin embargo, este workshop artístico, con participantes de comunidades africanas migratorias para producir lámparas que se venderán para ayudar a ONGs de acogida a refugiados, no pasa de ser un confuso laboratorio, frenético de actividad durante la vernissage, que generaba más dudas que mensaje.
En teoría, esta fábrica maker debería proyectar modélicamente el compromiso y el optimismo declarados en la rueda de prensa por parte de Christine Macel. Quizás logre mostrar cierta comunión entre manualidad y tecnología con trasfondo social, pero es inevitable compararlo con bienales anteriores donde la obra más contundente y significativa irradiaba sentido o abrumaba estéticamente el resto, como ocurrió con la presencia de Tomás Saraceno o Tintoretto, por citar dos ejemplos. Es evidente que no soporta la comparación.
De esta forma, diversas muestras del artista como epicentro, su otium, sus espacios de trabajo… se extienden por el pabellón, derivando sin mucha fortuna. Es la consecuencia de la lógica expositiva de la comisaria: “he intentado crear una escenografía, montar un set de una narración, de un relato abierto que deje libre interpretación a quien lo lea. Viva Arte Viva inicia pues con la figura del artista para llegar a cuestiones más espirituales. Ocurre lo mismo que en una novela de formación, donde por etapas nos distanciamos más del ser humano concreto para llegar finalmente a lo universal”.
Pero no hay más universalidad que la del desconcierto humano ante esta muestra. El laberinto se impone sobre cualquier horizonte o ambiente de familia que nos ayude a situarnos ante alguna cuestión de verdadero calado. Aun así, siempre encontramos alguna obra de interés: la instalación de Sharif Hassan es el verdadero núcleo y no el de Eliasson, puede gustar o no, pero es clara en su rotundidad; el vídeo de Taus Makhacheva, protagonista también de la performance central sobre las cartillas de racionamiento y la política de alimentación soviéticas en la inauguración de la V-A-C Foundation; y alguno más, como el premiado Hassan Khan, entre propuestas que no pasan de lo anecdótico, como ocurre tristemente con los carteles de John Waters.
¿Y al final qué queda? Más que artistas, sus prácticas y sus visiones, el gesto redentor de una comisaria que quiere anular la presencia de una dirección y su voluntad narrativa. Sin embargo, esinevitable la paradoja:es un comisario quien da ese paso únicamente para hacerlo naufragar. La selección debería ser ya narración, sin embargo, desde su posicionamiento no llega a ser relato, simplemente dispersión.
Continuando la trama
El Arsenal, en cambio, al menos parece ofrecer algo más de coherencia, aunque al final no viene dada por un verdadero discurso sino por la afinidad formal de muchas de sus obras, dejandola muestra más textil que se recuerda en Venecia. Sin embargo, esta unidad formal no logra crear un discurso fuerte, ni interpretación alguna, quedando en atractivos juegos de formas y colores.
Esto no quiere decir que no existan esos “episodios” que anunciaba Macel, pero los conceptos se van diluyendo poco a poco sin saber muy bien adónde nos llevan.
En efecto, el inicio del Arsenal es coherente y enlazaría con esa idea de “colaboración” en el Pabellón del Espacio Común. Al menos hay que reconocer que no llega a la incoherencia del common ground de David Chipperfield, que en 2012 mostró tantos significados de lo “común” que al final vació su sentido. Aquí sí aparecen las colectividades y se hace partícipe al espectador con espacios dinamizadores de dinámicas, el más anecdótico de Rasheed Araeen o el inicio del universo textil con Lee Mingwei y David Medalla.
Entre los muchos “hábitos” presentes, donde los diversos “envolventes” ofrecen posibilidades varias para habitar o admirar, podemos citar los fotografiados hasta la saciedad zapatos-macetas de Michel Blazyo los maniquíes de Francis Upritchard, que fusionan su origen neozelandés con la moda de Londres, una unión que bien puede ejemplificar el corte étnico y con raíces ecológicas que la exposición va cobrando progresivamente.
De esta forma, nos adentramos en las raíces antropológicas del arte, registradas en vídeos como el de Marcos Ávila Foreroo en las prácticas artesanales que se exhiben por doquier, donde cierta atmósfera hippie se entrega más a la contemplación que a verdaderas reivindicaciones de corte político o crítico. A esto ayuda también la disposición de los elementos expuestos, donde instalaciones, vídeos y exposiciones más convencionales son mostradas con un estilo radicalmente opuesto –por fortuna– al de la bienal de Okwui Enwezor, facilitando un recorrido más desahogado que otros años.
En este espacio hay más obras que merecen ser destacadas, del premiado Franz Erhard Walther o los también mencionados por el jurado Charles Atlas y Petrit Halilaja la conmovedora –y obsesiva– simplicidad con la que Edith Dekyndt repite el gesto de trasladar el polvo presente por tierra para que siempre quede dentro del móvil rectángulo que se proyecta desde el techo, la veterana Sheila Hickso la espléndida puesta en escena de Liliana Porter, sin olvidar las cassettes de Maha Malluh, un pasado cercano y común también para el mundo árabe.
No obstante, y a pesar de la sensualidad de algunas de las piezas, con el paso de los pabellones se va perdiendo intensidad, mientras todo, incluso la colaboración inicial, va tornándose un gran tapiz decorativo.
A estos dos recorridos hay que sumar algunas actividades que principalmente tienen lugar en los Giardini: la Tavola Aperta, para compartir mesa con algún creador presente en la exposición, y el Proyecto prácticas de artista, destinado a convertirse en un archivo de los mismos. Además, hay que reconocer en su haber algunas características inéditas: la posibilidad de ver en streaming las numerosas performances o el proyecto Mi biblioteca, inspirado en el ensayo de 1931 de Walter Benjamin, donde aparecen los libros de referencia de cada artista, lo que nos plantea una interesante relación entre inspiración y creación, conociendo así las fuentes verbales de la expresividad expuesta.
En conjunto, insistimos en decir que la propuesta de Christine Macel no aporta tendencia, interpretación o narrativa alguna, sin duda muy lejos de proyectos a los que se les pueden criticar muchas cosas, pero no su capacidad para mostrar un universo fascinante, como fue la extraordinaria bienal de Massimiliano Gioni, pero justamente se podría decir que no era la intención Christine Macel –como hemos comentado–, ya que había cuestionado en sus premisas la autoridad curatorial a favor de una visión más libre con el artista en el centro.
De hecho, Christine Macel ya manifestó pretender una “fuga de un mundo pleno de conflictos”, donde “el arte es el último territorio para la reflexión, la expresión individual, la libertad y las cuestiones fundamentales”. Pero esto no lleva más que a un solipsismo plano, con momentos emocionantes y otros cuyas repeticiones o vacuidad invitan sobre todo al hastío.
En definitiva, ese compromiso, proximidad, expresividad que ofrecía en la rueda de prensa están, pero de forma dispersa, con baja intensidad y sin continuidad, lo que al final nos deja un repertorio de piezas que pueden ser tildadas con facilidad como algo naif o superficial. Necesitamos interpretaciones e historias realizadas con valentía y personalidad, y aquí no hallamos ni siquiera un mensaje ligeramente propositivo.
A una exposición de este nivel y trascendencia hay que pedirle más, porque ¿qué es una exposición sino la propuesta de un relato? Sin duda, Christine Macel ha querido salir de este discurso, pero lo único que ha hecho con este giro es perderse en una adición de momentos esporádicos, de vez en cuando entretenidos, pero que no logran provocar más que una considerable confusión.
Performatividades y propuestas site-specific en los pabellones nacionales.
Una de las características interesantes que nos deja esta bienal es el mayor protagonismo de las propuestas performativas. Prueba de ello son los merecidos leones de oro por partida doble al pabellón de Alemania y a su artista: Anne Imhof. Este pabellón-prisión, comisariado por Suzanne Pfeiffer, es un nuevo panóptico donde replantear la posición de un país y donde hacernos preguntas fundamentales y universales. En él se somete al espectador a una maratoniana “acción teatral” de una considerable intensidad, brutalidad y opresión que alterna largas esperas con ambientes sonoros inquietantes y jóvenes actores que, como almas en pena, ponen en escena conflictos. Porque, en definitiva, quizás la condición común no sea otra que la de mirarnos a nosotros mismos frente a una frontera.
Sin embargo, se da un fenómeno curioso: en esta performance, que provoca una indudable impresión sobre el visitante, este no deja de ser un espectador de lo que ocurre. Y en cambio, en las performances participativas del inicio del Arsenal, que divierten y embelesan, la huella es menor. En estos casos no se cumple esa máxima que nos dice que la interacción imprime un sello más duradero; es más bien la inmersión emocional, de carácter más reflexivo, la que logra perdurar. Y, por otro lado, plantea un problema: muchas de estas acciones tuvieron una frecuencia óptima durante los días de la vernissage, quedando ampliamente reducidas o incluso desaparecidas in situ (a no ser por los vídeos que circulan online), condenadas a simple huella, lo que puede provocar la desilusión del espectador frente al residuo de la acción.
Pero no todo es una cuestión de eficacia o puesta en escena. Se deben también plantear dudas sobre algunas de estas acciones con supuesto carácter colaborativo o social, atendiendo no solo a su realización sino también a los procesos activados o los sujetos implicados, como ocurre en la instalación de Ernesto Neto en el Arsenal, habitada momentáneamente por chamanes brasileños. En este caso, probablemente con buena intención, la visibilidad de estos personajes tiene una consecuencia obvia: acababan siendo sujetos objetualizados, por no decir atracciones de feria en este circo.
Por otro lado, este año en los pabellones nacionales también ha habido en general una preocupación por obras site-specific, de Dinamarca a Grecia, con su extraordinario Laboratory of Dilemmas, a Canadá o Israel.
En este sentido, el más sorprendente es el mejor pabellón Italia de su relativamente corta historia, comisariado por Cecilia Alemani. De entrada, encontramos la escenográfica propuesta de Roberto Cuoghi –en todo su esplendor performativo durante la vernissage y quizás un estéril residuo tras la misma–, una “sala de operaciones” sepulcral que exhibe sus “productos” para entrar de forma original a confrontarnos con nuestra tradición en esta fábrica de figuras de Cristo, surgidas todas de la misma matriz, pero diferentes según los diversos estadios de descomposición de la materia. Acompaña dignamente, pero muy en segundo plano, el vídeo de Adelita Husni-Bey, como resultado del trabajo con un colectivo de niños frente a la supervivencia del planeta, para terminar con la impresionante instalación de Giorgio Andreotta Calò, que consigue recrear maravillosamente un espacio que se torna religioso o mágico en su contemplación. En realidad, se parece a muchas otras instalaciones anteriores (de escala menor), pero la capacidad mostrada para convertir toda la parte superior del pabellón en un gran espejo, gracias a la inundación del mismo, demuestra un dominio escenográfico capaz de provocar una experiencia de una profundidad formidable, donde vacila nuestro equilibrio y duda nuestra percepción, para ofrecernos una escena que no parece verdadera, un sueño de calculados juegos lumínicos que nos trae la esencia de Venecia a los cielos de un pabellón que parece desnudado y entregado a su propio reflejo.
En esta línea, se ha de reconocer el trabajo de Xavier Veilhan en el Pabellón de Francia, comisariado por Lionel Bovier y Christian Marclay. Plantea una intervención arquitectónica prodigiosa, una especie de Merz-baude Kurt Schwitters donde la arquitectura también se funde con la biografía del artista, que permanecerá en los Giardini durante los 7 meses de la Bienal, aprovechando el verdadero estudio de grabación creado en el que irá acogiendo a numerosos músicos. De esta forma, el pabellón viene transformado para plantear una original estructura en la que tenga lugar la música.
Por otro lado, algún apunte más sobre la idea de “colaboración”. Mark Bradford, además de intervenir polémicamente el Pabellón de los Estados Unidos, ha creado un Processo Collettivo, un proyecto que durará seis años con la cárcel femenina Rio Teràdei Pensieri y que habrá que ver más adelante qué resultados aporta. Un espíritu de colaboración también presente en el Pabellón de España concebido por Manuel Segade y en el que Jordi Colomer, con su ¡Únete! Join Us!, se atreve a establecer un relato fragmentado en el que se pregona el nomadismo como forma ciudadana. ¿Convencerá al espectador? En este contexto, con dificultad, lo que no resta valor a este relato itinerante y coral de gran fuerza narrativa.
Otros artistas con pabellones bien resueltos e interesantes son Tracey Moffatt y su horizonte en Australia, las One Minute Sculptures de Erwin Wurm en Austria, la esperada salida de propuestas meramente costumbristas en Egipto con un trato más refinado de lo cotidiano gracias a Moataz Nasr, y los diversos relatos sobre inmigrantes y transgender de Candice Breitz y Mohau Modisakeng en Sudáfrica. Todas ellas propuestas muy diversas con experiencias para todos los gustos.