PÉREZ DE ROZAS Huelga de trabajadores de Seat. Barcelona, 1979. Cortesía: Virreina Centre de la imatge
No es lo mismo almacenar datos del pasado que ser consciente de la historicidad de lo humano y articular en consecuencia un discurso expositivo con cara y ojos. Y eso, precisamente, es lo que ha conseguido Carles Guerra con 1979. Un monumento a instantes radicales, la muestra que presenta en el Palau de la Virreina y que pone a disposición del espectador un recorrido panorámico y singularmente heterogéneo sobre una serie de acontecimientos históricos que en un primer momento no parecen compartir más que la fecha pero que tienen, cada cual en su contexto, un significativo denominador común: el cambio de actitud y mentalidad frente al mundo tardo capitalista. Un punto de inflexión que se traduce, y no por casualidad, en revoluciones de distinto signo, cambios políticos, huelgas masivas y todo tipo de reivindicaciones que manifiestan, en definitiva, la dignidad de la lucha frente a un poder brutal y el derecho a la libertad y a la justicia.
Como a menudo sucede en las labores de investigación, Guerra muestra una notable capacidad para localizar y transmitir información relevante sin detenerse en lo trivial ni sucumbir a lo accesorio. Abre la exposición con la portada de un ejemplar del diario Ya, de 30 de diciembre de 1978, que anuncia la disolución de Las Cortes, la convocatoria de elecciones generales y la entrada en vigor de la Constitución, y lo hace para recordarnos, de buenas a primeras, que la política tiñe la Historia. Las revoluciones en Nicaragua y en Irán, la llegada al poder de Margaret Thatcher, el primer orden democrático municipal y la publicación de La condición posmoderna, de Jean-François Lyotard, entre muchas otras efemérides destacables, conforman la historia de 1979. Todos ellos episodios y sucesos alejados geográficamente, sin nexos políticos de causalidad, que, no obstante, acabamos reinterpretando en sentido unitario a la luz de La estética de la resistencia, la monumental novela de Peter Weiss y magistral proclama contra el conformismo, núcleo de la exposición.
Aunque la mayoría de las obras estén fechadas en 1979, hay intencionalmente emplazadas algunas piezas de referencia con cronología anterior, como La Huelga de Robert Koehler, un cuadro de 1886 que captura el tenso enfrentamiento entre el patrón de una fábrica y sus trabajadores, entre la clase oprimida y su opresor, y que anticipa con carácter premonitorio las consecuencias de la aplicación de las políticas abusivas del capitalismo y la socialdemocracia en un mundo cada vez más global. A partir de ahí, Guerra sitúa al espectador ante escenas muy reconocibles a través de un despliegue espectacular de cuadros, películas, fotografías, documentales, textos, canciones y objetos, sabiamente dosificados y entremezclados. Y, aunque parezca mentira, lo de menos es la firma que llevan: entre otras, las de Philippe Van Snick, Marine Hugonnier, Marcelo Brodsky, Marguerite Duras, Francis Ford Coppola, Joseph Beuys, Harun Farocki, Pep Cunties y Jesús Atienza.
Es difícil que alguien nos invite a rememorar lo más significativo de un momento histórico y sea capaz, al mismo tiempo, de hacernos reflexionar y disfrutar de sus paisajes. Quien lo consigue ha de tener algo más que un buen surtido de datos. Ha de saber manejarlos con devoción para que puedan interpretarse y den respuestas que podamos aplicar fundamentalmente a nuestro presente. Guerra lo logra al decantar el pasado y mezclar a Margaret Thatcher con el ayatolá Jomeini, el walkman con Apocalypse Now, los ovnis con los cambios revolucionarios... Pero va mucho más allá y nos recuerda algo que no deberíamos olvidar jamás: si no cuidamos los grandes avances morales de nuestra civilización quizá se malogren en el futuro, arruinando los sacrificios que costaron.