Quien haya leído las novelas del sudafricano J. M. Coetzee se habrá percatado de que en ellas el autor jamás describe a sus personajes en términos raciales (“negro”, “blanco”, “indio”), pues cede esta información al hábitat social, familiar y profesional donde los mismos desarrollan su existencia. Podríamos decir, entonces, que toda “nominación” en los relatos del Coetzee está “fuera de campo”, motivada, en esencia, por una ética y un pudor que no permite la brutalidad, aún bien intencionada, de referirse a nadie por el color de su piel. Un compatriota negro de Coetzee, Zwelethu Mthethwa, fotografía sudafricanos de su misma raza dentro de sus muy humildes moradas, o bien “a la intemperie” (más adelante nos detendremos en esta característica) de sus no menos humildes y precarios trabajos. Ambos, Coetzee y Mthethwa, poseen un mismo pudor y respeto hacia sus protagonistas. Donde el sudafricano blanco enfoca (e informa) sin citar, el sudafricano negro informa desde su más radical significancia, casi diríamos como una tautología que no por obvia e insistente deja de esconder, a su vez y al igual que los complejos y tortuosos personajes de Coetzee, una dimensión secreta, un pudor inconfesable y una ética irrenunciable.
Si, hasta ahora, de Mthethwa conocíamos sus interiores, donde los retratados posaban (rasgo esencial y definitorio en casi toda su obra) dentro de sus paupérrimas moradas –obras éstas (importante señalarlo) no exentas, en su lectura africanista del retrato, de una cierta cualidad barroca (luces, sombras, manierismos varios…) propia del arte clásico occidental–, en las dos series que actualmente presenta en Madrid, Brick Workers y Contemporary Gladiators, opta por sacar a sus retratados a la más pura intemperie, logrando con ello no una variante más en el diferencial mínimo existente en toda forma equivalente (dentro / fuera) sino algo mucho más complejo, profundo y demoledor. Veamos: los retratados en interior eran (¿cómo no serlo?) más “bonitos” en la colorida dramaturgia de su representación. Ahora bien, la pregunta que se impone es la siguiente: ¿En las artes plásticas, y la fotografía en concreto, dónde situar el límite de la belleza cuando lo que se pretende es una denuncia y un cuestionamiento crítico de una determinada realidad social? A partir de esta problemática o, mejor, de este vértigo, se diría que Mthethwa ha optado por violentar esa representación de la miseria tranquila y aceptada, si bien bajo cubierta y con innumerables posters y cacharros de cocina, para situar esa misma miseria en tristes pajonales y baldíos de los suburbios de Ciudad del Cabo. Es lo mismo sí, pero en estas dos nuevas series carecemos de los puntos de apoyo que lograban tranquilizar la visión (y el ánimo) cuando contemplábamos esos interiores donde una simple manta de muy vivos colores ejercía la función del punctum teorizado por Barthes.
En las series que ahora contemplamos no hay punctum posible donde descansar la mirada. No es que la obra sea “otra”, que lo es, es que aquí Mthethwa es otro artista. Pongamos, para mejor entender lo que queremos decir, un ejemplo “teatral”. Tal director de escena pretende hacer una nueva versión de Esperando a Godot ambientada en uno de los delirantes salones del Palacio de Versalles. Bien. Pero otro, en cambio, decide mostrar a los mismos clochards en un infecto barracón de Auschwitz. Ambas obras, por supuesto, se deben a un mismo autor, Samuel Beckett, pero cada director escénico ha optado por hacer “su” Beckett. Similar al caso que nos ocupa, dado que estamos hablando del mismo Mthethwa, si bien el artista sudafricano en estas últimas series ha optado por ser él mismo su propio (y “otro”) director escénico. En los interiores el punctum barthiano nominaba a humanos y cosas, pero ahora los obreros y gladiadores que tan admirablemente nos muestra Mthethwa son directamente, y siguiendo a Beckett, Los Innombrables.