¡Revolución!
El trabajo de Fernando Sánchez Castillo se ha caracterizado por investigar la relación entre arte y poder, habitualmente violenta. Este vínculo ha sido abordado desde puntos de vista más concretos, como fue la historia de España en Abajo la inteligencia en el MUSAC, o bien desde otros más universales, como el que presenta en la Galería T20, pero siempre con el ánimo de cuestionar los relatos oficiales.
Igual que en otras ocasiones, se sirve de diversos medios expresivos, de la pintura a la imagen en movimiento, si bien es la parte instalativa la que consigue un mayor efecto, explotando otra de sus privilegiadas señas de identidad: el gusto por la monumentalidad.
En esta ocasión, la escena esbozada nos remite a un momento de sublevación, representado por nuevas barricadas, sean construidas con los otrora símbolos de la educación, los pupitres, o con ruedas de coche tras las que se preparan cócteles molotov, pasando incluso por los rastros de un motín japonés.
Todo ello parece relacionarse con una palabra: “revolución”, pero no solo con su capacidad emancipatoria, con ese vuelco del mundo tal como ha sido hasta ahora, sino también con el panorama de una ambición de felicidad que quizás esté condenada a la ruina.
Probablemente, al igual que ha ocurrido con muchas revoluciones, como la francesa que pasó del miedo de 1789 al terror jacobino de 1793 y 1794 o los muchos Stalin que han venido tras otras tantas insurrecciones, el espíritu liberador ha quedado atrás bajo el dominio de la persuasión y de la institucionalización. Por ello, quizás haya que hacerse la pregunta que realizaba Georg Büchner en el drama La muerte de Danton: «¿Son los hombres los que hacen las revoluciones o no son, más bien, las revoluciones las que hacen a los hombres?»
Cabría incluso preguntarse ¿cuál es nuestra “tradición revolucionaria”?, para ver cómo renovarla, si es que esto es posible, puesto que toda revolución no puede apelar a un pasado institucionalizado que ha contribuido a cancelar, apostando entonces por las propias raíces en el futuro en busca de alimento y legitimación.
La paradoja se convierte pues en el material de trabajo que da lugar a las obras de Sánchez Castillo, consciente quizás de la imposibilidad de alargar infinitamente el estado revolucionario. Es por ello que necesitamos, más en estos momentos, unas Notas para la educación estética de las masas, para reflexionar sobre el contrapoder, las derivas de los conflictos y, en definitiva, sobre el tiempo que a cada uno le toca vivir.
Si nos paramos a pensar, seguramente logremos vislumbrar la sustancia de un tiempo que no es el de los manuales de historia, un tiempo incontaminado, sin fecha fija, cuyos escombros esperan la interpelación del espectador.
Con esta disposición, Sánchez Castillo toma partido por una democracia efectiva y por una esfera pública que sea una “fábrica” que produce lo político, siendo el arte en todo este proceso una práctica que genera posibilidades y experimentos de discursos críticos para un mundo posible, porque –como afirmó Roland Barthes– «la Historia es siempre y ante todo una elección y los límites de esa elección».