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jueves, 30 de mayo de 2019

¿Tiempos interesantes? Bienal de Venecia 2019

Parte I
Por: Pedro Medina
imagen

Foto de Andrea Avezzù
Pabellón de Lituania
Cortesía: La Biennale di Venezia 

“May You Live In Interesting Times” es el título de la Bienal de 2019, comisariada por Ralph Rugoff. Lo podríamos traducir como “Ojalá vivas tiempos interesantes”, ¿realidad o deseo? Esta frase es una maldición china que hace referencia a momentos de cambio y que algunos usan también cuando la situación se vuelve complicada, pero que podríamos interpretar, frente a la bendición de una época aburrida, como la que descubre el interés en los problemas. Siendo así, ¿qué cabía esperar? ¿Un acercamiento social, espinoso, paradójico? ¿La enésima revisión de la modernidad o de la condición líquida de nuestra época, del capitalismo, de la sostenibilidad ambiental o del mundo digital? Para tal análisis de los problemas de nuestra sociedad, ¿quién guía los pasos teóricos de esta bienal? ¿Bauman, Augé, Beck, Bourriaud…? ¿Necesita realmente una teoría?

 

El propio Rugoff lo aclaró programáticamente cuando presentó la Bienal: «se concentra en artistas que desafían las costumbres de pensamiento y amplían la interpretación que damos a objetos e imágenes, escenarios y situaciones […] en definitiva, explora el modo en el que la obra de arte crea preguntas sobre la forma en la que delineamos fronteras geográficas y culturales. Presenta trabajos que iluminan de varias maneras la idea todo está conectado, articulada por Leonardo da Vinci y Vladimir I. Lenin».

La referencia a Leonardo parece oportunista en su aniversario y la de Lenin apunta a cierto compromiso a la hora de hacer esas preguntas y, sobre todo, a la hora de establecer comparaciones que se prevén intricadas en un mundo en incesante cambio y creciente complejidad.

Comencemos por cómo se comparan estas obras, qué diálogos propician y si realmente están conectadas. Desde el punto de vista del montaje, ha habido un desprecio del lugar específico en pro de un recorrido incomprensible en el pabellón central de los Giardini, que busca obligar al espectador a salir por la cegadora -y poco original- instalación de Ryoji Ikeda; además, en los Giardini la relación entre las obras no puede ser más desafortunada, volviendo intrascendentes muchas de ellas, absorbidas dentro del ambiente general, que confunde más que propone. En el Arsenale tampoco se ha aprovechado el contexto, que viene salpicado por espacios dedicados a la escultura y la instalación -uno de los puntos fuertes de Rugoff- y por black boxes que impiden diálogo alguno; aunque bien visto, mejor, para evitar el desastre de los Giardini.

Si observamos la selección de los 79 artistas, hay de todo, de famosos a outsiders, pero lo que más llama la atención es que todos repitan en ambos espacios. Esto podría haber potenciado correspondencias o narrativas de continuidad, pero ni rastro de ellas en las asépticamente denominadas “Propuesta A” y “Propuesta B”; ¿quién sabe por qué esta ausencia de títulos? Quizás para no influir en el público con uno que corriera el riesgo de construir algún discurso.

Pero esto no tiene por que ser una crítica, si lo que Rugoff quería escenificar era el desconcierto de nuestros tiempos, quizás ese estar “fuera de quicio” tan hamletiano, entonces quizás sea un genio, porque es justo lo que sentimos al salir de su exposición, sobre todo en su pabellón central.

Y para muestra, el centro del mismo, lugar del que históricamente emana la tesis principal del comisario. En él reina el enorme robot de Sun Yuan y Peng You, que, como si de una maldición mítica se tratara, recoge sin cesar un charco color sangre. Da igual si Teresa Margolles intenta sin mucha fortuna la reivindicación de un papel político para el arte, al final lo que se impone son piezas como la citada o la desconcertante y banal vaca de Nabuqui, que solamente puede despertar perplejidad, mientras de fondo oímos cómo la verja de Shilpa Gupta golpea la pared; muy diferente del tono más meditativo que muestra en el Arsenale.

Si estas obras son lo suficientemente significativas -vistas su ubicación y la ausencia de discurso del conjunto, parece que lo son-, se deduce que Rugoff pretende trascender el arte convencional, pero cabría preguntarse si con este gesto lo único que ha perseguido es el puro efectismo, el impacto por encima de la elaboración de cualquier tesis concreta. En suma, ha buscado la sorpresa, pero solo ha encontrado estupor.

Aun así, siempre hay piezas que se pueden salvar, principalmente en el Arsenale, de la gran escultura de Liu Wei, que representa vistas estratificadas sobre las ciudades modernas, a diversas propuestas audiovisuales, como los siempre llamativos montajes de Christian Marclay o el citado Ikeda, con menos protagonismo aquí, pero con un resultado mucho más logrado cuando se dedica a la visualización de datos.

Pero antes de terminar, no olvidemos la referencia a Lenin. ¿Hay algo de comprometido en medio de este batiburrillo? Haberlo haylo, desde nuevos muros a migraciones, de multiculturalismos varios a piezas sobre el cambio climático, pero pasan francamente desapercibidas, bien por la no inmediata percepción del laborioso proceso, como es el caso de Margaret y Christine Wertheim, o, sobre todo, por verse ensombrecidas por otras obras más llamativas. Es lo que ocurre con la que ha quedado como una de las imágenes de esta Bienal: Barca Nostra, de Christoph Büchel, el mismo que hace 4 años ya creó polémica con su mezquita para el pabellón islandés, y que ahora expone el pesquero procedente de Libia que naufragó en 2015 en el Canal de Sicilia con el balance de casi 800 emigrantes muertos. Sin duda, erigir en monumento este barco es un territorio resbaladizo, pues no es denuncia ni verdadera búsqueda de cuestiones, sino simple espectacularización del drama.

Esta es una prueba más de argumentos insustanciales, sin calado alguno ni sociológica, ni estética, ni intelectualmente, pero, claro está, tenemos la obligación de preguntarnos una vez más si Rugoff no es un visionario que refleja estos tiempos que vuelan más que corren, donde la formación se está convirtiendo en coaching, la atención en mindfulness, el saber en píldoras de conocimiento o la salud en fitness, para dejar únicamente una pátina de superficialidad. O quizás simplemente sea alguien astuto que quiere llamar la atención de nuevos nichos de público u ofrecer una propuesta idónea para el visitante bienalista, tendente a un consumo rápido ante la enorme oferta, con el resultado de no apreciar lo que no es inmediatamente intuitivo.

Por otro lado, es posible que esta bienal no sea más que la confirmación de lo que vienen siendo las bienales de arte en Venecia en los últimos años, a excepción de 2013, cuando Massimiliano Gioni llevó a cabo una bienal a la que se le pueden achacar muchas cosas, pero que logró un comisariado narrativamente fascinante y personal, además de sorprendente en muchas de sus elecciones. Al margen de Gioni, el resto se ha plegado a concesiones del mercado o a la vacuidad. No obstante, esto no siempre es así en las bienales de arquitectura, orientadas a un público especializado y más atentas a compartir discurso con los pabellones nacionales, propiciando incluso una revisión del propio formato y sentido de la bienal, como fue la cita de 2014 con Rem Koolhaas.

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