Simon Vouet El rapto de Europa, ca. 1640. Óleo sobre lienzo. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid
Hasta prácticamente las últimas décadas del XIX, el Barroco era visto con un cierto desprecio por los intelectuales, que estimaban que el periodo artístico posterior al Renacimiento y previo al Neoclasicismo era una etapa menor marcada por la degeneración y la decadencia. Será el crítico de arte suizo Heinrich Wölfflin el primero que argumente que más que una simple edad histórica, debería ser entendido como una categoría estética contrapuesta a lo clásico, una idea que a partir de entonces empieza a ser valorada con atención. Eugenio d’Ors por ejemplo, la describe como una fuerza en constante lucha contra el canon tradicional, llegando a distinguir a lo largo de los siglos más de veintidós momentos susceptibles de ser considerados barrocos. A partir de la Posmodernidad, el término se asienta como uno de los modelos válidos para definir la cultura contemporánea, en muchos aspectos inestable, cambiante, ilimitada, distorsionada, perversa y caótica como ya señalaba Omar Calabrese en 1989.
Teniendo en cuenta esto, no es de extrañar entonces que un número considerable de las estrategias de representación que toman los artistas de hoy puedan ser interpretadas desde un punto de vista coincidente con los preceptos expresivos que predominaron en el XVII, una comparación de dos realidades afines que se convierte en el argumento principal de la exposición que Bice Curiger, responsable de la Bienal de Venecia en 2011, comisarió el año pasado para la Kunsthaus de Zúrich y este verano para el museo Guggenheim de Bilbao. La revisión del concepto no es nueva en España, un país donde este tema posee un especial arraigo. De hecho, es pertinente recordar que en 2005 Javier Panera encabezó un ambicioso proyecto para Salamanca denominado Barrocos y Neobarrocos. El infierno de lo bello, una amplia recopilación que compartía algunas similitudes con ésta otra muestra que puede visitarse hasta octubre en Vizcaya. La gran diferencia, y me atrevería a decir que el mayor atractivo de esta cita, es que ahora se confrontan obras del XVII con creaciones actuales, un diálogo entre pasado y presente que permite parangonar de manera desprejuiciada y sin atender a criterios historiográficos trabajos en esencia comunes pero concebidos en sociedades y circunstancias muy diferentes.
El recorrido se ha planteado por capítulos atendiendo a diversos aspectos característicos del Barroco. Curiger ha evitado las cuestiones concerniente al continente (ornamentación, escenografía, pompa, recargamiento…) y se ha centrado en asuntos sustanciales vinculados con actitudes vitales o la exaltación de la naturaleza humana, obras que abordan asuntos delicados como el sexo, el cuerpo, el deseo, lo grotesco, la muerte o la religión desde la ironía y el escepticismo, saltando desde los márgenes las barreras morales que imponen la contención de las formas o lo políticamente correcto. Hay apariciones muy afortunadas, caso de las piezas de Paul McCarthy (los cuatro dibujos de los enanitos de Blancanieves son magníficos), las sarcásticas obras de Urs Fischer o las tiras de cómic de Robert Crumb, particularmente la que homenajea uno de los ciclos satíricos más conocidos de William Hogarth, el Casamiento a la moda (1745). Son también reseñables las pinturas de Dana Schutz o la videoanimación de Nathalie Djurberg, jóvenes autoras muy reconocidas en el extranjero que aparecen no todo lo que debieran por nuestro país. De los cuadros del siglo XVII, destacar una tela espléndida de Poussin como Venus sorprendida por los sátiros (1625), La Carnicería (1555) de Pieter Aertsen, San Sebastián curado por las Santas Mujeres (1621) de José Ribera, La monstrua (1680) de Carreño de Miranda o los detalles de Cornelis Saftleven, que en un tela como Las tentaciones de San Antonio (1629) recuerdan en mucho a El Bosco.
En general, la exposición me parece un acierto y el espectador puede congratularse de las relaciones que se establecen, que son fructíferas y abundantes. Acaso, por matizar algo del itinerario establecido por la comisaria, mencionar que el montaje resulta algo desabrido y encorsetado. Aunque de manera intencionada se han diferenciado las dos facetas que conforman la muestra como si se tratasen de acciones paralelas de una misma narración, quizás hubiese sido más interesante entrecruzar trabajos tradicionales y contemporáneos de modo más directo. Sobre todo, para hacer constatar al visitante tal como se pretende, que las ideas están por encima de los tiempos históricos.