Fountain (Madonna), 1991. Private collection. © Sherrie Levine. Cortesía: Simon Lee Gallery (London), Paula Cooper Gallery (New York) y Whitney Museum of American Art.
El nombre de la retrospectiva de Sherrie Levine en el Whitney Museum, Mayhem (tumulto, pero también matanza execrable, carnicería) me parece perfecto. En una ciudad donde la estrategia menos sutil –como instalar toboganes cruzando las plantas de un museo (Experience, New Museum), exhibir de forma permanente un cocinero haciendo curry (Contemporary Galleries, Moma) o colgar obras en el espacio de una rotonda (Marurizio Cattelan: All, Guggenheim)– tiene como único objetivo atraer a un público agonizante tras largas colas, una exposición como esta, cargada de inesperadas referencias y de reflexiones en absoluto histriónicas, sólo puede resultar violenta.
Es ampliamente conocida la pertenencia de Sherrie Levine a la generación de apropiacionistas que desde finales de los 70 y principios de los 80 reinterpretaron los diferentes modos de entender y, sobre todo, criticar la autoría, los procesos de significación y la importancia de los contextos en la producción de sentido. Las famosas piezas After Walker Evans, After Monet o After Degas que reciben al espectador en la exposición generan ese desconcierto, si acaso ya un tanto atenuado, que acaparó la recepción de esta artista y su posterior consagración ya en los noventa. Algunas series, sin embargo, introducen nuevas ideas como las que reinterpretan a Karl Blossfeldt, aquél fotógrafo de la Nueva Objetividad que encontraba en la naturaleza la secreta lógica del arte tal y como preconizaban los diversos mitos del origen del arte que dominaban la reflexión artística de finales del siglo XIX. Una reinterpretación que cuestiona la naturalización –léase mitificación– del arte y de un sistema artístico que se acepta cortando de raíz toda posible transformación.
Otras series menos conocidas van más allá de este apropiacionismo, ya hoy banalizado pero que en su momento encapsuló la estética postmoderna para reinterpretar la abstracción geométrica, por ejemplo Melt Down cuyo monócromo es el resultado de la mezcla digitalizada de todos los colores presentes en cuadros famosos. Más sorprendentes son los billares construidos a partir de la obra de Man Ray La Fortune, pintura exhibida en la exposición Real/Surreal en otra planta del Whitney. Estos billares repetidos se sitúan en un contexto ambiguo: el objeto es claramente reconocible pero a nadie se le escapa que sus dimensiones enormes o sus patas robustas los devuelven nuevamente al espacio de la representación pictórica.
En cierto modo la exposición parece rebatir ciertas ideas asociadas al “plagiarismo” y a toda la generación que participó en la famosa exposición Pictures, de la que también Levine formó parte. Ya en 1977, Douglas Crimp establecía una nítida diferencia entre la experiencia del minimal y la que provocaban las obras de Pictures. Así, The bachelors, adaptación de los moldes de Duchamp, y especialmente Crystal Skull, ambas dispuestas en vitrinas contiguas, generan una sensación extraña: el reflejo de los objetos repetido en el cristal se confunde con el del propio espectador convertido también en fantasmagoría. Esta experiencia parece cuestionar la inmersión del espectador en la obra, giro interesante si tenemos en cuenta que uno de los ejes que estructuraban la crítica de Levine era la autoría. Más interesante resulta comprobar cómo estas obras parecen reinterpretar el espacio teatral del minimalismo cuestionando la carga fenomenológica e introduciendo sentidos que no se dejan seducir por la vacuidad de unas relaciones espaciales siempre indeterminadas.