Foto: © Palazzo Grassi S.p.A, ORCH orsenigo_chemollo
Que las bienales se han convertido en circos mediáticos y excusa para el llamado turismo cultural es cosa sabida, pero siempre se espera, ¡santa inocencia!, que cada nuevo curador aproveche el escenario, nunca mejor dicho sobre todo hablando de Venecia, para plantear alguna idea. No es el caso. El sueco Daniel Birnbaum se ha hecho el idem para colocarse en una posición de extraordinaria tibieza ideológica. Habría sido deseable por su parte, con la que está cayendo a nivel planetario, algún tipo de esfuerzo conceptual, de análisis de la situación, y una selección de artistas cuya producción entablase algún tipo de debate. Pero no. En su breve texto apunta tres ejes que no dejan de sorprender; en primer lugar la idea de “bricolage”, a continuación la pintura como lenguaje expandido y, por último, una especie de defensa del valor de la poesía como manifestación de una pluralidad simbólica que se enfrentaría al pensamiento único globalizador. Todo ello sintetizado en la frase Hacer mundos, un título premeditadamente engañoso, por que promete pero no da, pues con estos mimbres poco se puede construir.
Así las cosas opta por rubricar la individualidad de los lenguajes artísticos y, en consonancia, las obras se suceden sin hilo conductor alguno. El propio Birnbaum apelaba a la idea de mesa de trabajo sin ordenar la manera en que ha orientado su proyecto. No se trataría de pedirle orden pero sí una articulación por mínima que fuera. Tras lo dicho se entiende que le interese un cierto retorno al objeto y a los valores sensoriales; siguiendo esta lógica los aspectos más, digamos, políticos y documentadores de la realidad pasan a un plano muy secundario. A su favor cuenta con haber huido de las propuestas más mercantilistas, algo que resultaba casi escandaloso en la anterior Bienal de Venecia.
Respecto a las obras que presenta resulta curiosa la repesca que Birnbaum hace de producciones de los años 60 y 70 que tienen un interés indiscutible pero cuya presencia no argumenta. Los Pabellones nacionales constituyen, como siempre, capítulo aparte. Estados Unidos, poco dado a asumir riesgos, es protagonista con Bruce Nauman y su Topological Gardens, una propuesta casi antológica ya que se extiende a otras dos sedes completando un extraordinario recorrido por obras antiguas y recientes.
En cuanto al pabellón de España no tenemos palabras para definir la imagen que volvemos a dar en la cita veneciana. Debemos resultar un país difícil de entender para la mirada foránea: de un lado, Barceló como representante oficial, mientras en los eventos colaterales un Pabellón de Catalunya (por cierto con una más que interesante propuesta a cargo de Daniel García Andújar, Pedro G. Romero y el equipo formado por Joan Vila-Puig y Elvira Pujol ), un Pabellón de Murcia (desigual y donde destaca el vídeo de Alfredo Jaar centrado en la figura de Passolini), más una amplia exposición individual de Bernardi Roig, la presencia en la selección de Birnbaun de los artistas barceloneses Bestué y Vives, y de la madrileña --afincada en Belo Horizonte-- Sara Ramo, además de un comisario español, Fernando Francés, al frente del pabellón de Gabón, con la artista Owanto. Parece como si encarnáramos a la perfección esa suma de individualidades y discursos sin conexión que propugna Daniel Birnbaum en su Fare Mondi.
Ah, no se pierdan la magnífica exposición de la palestina Mona Hatoum en la Fondazione Querini Stampalia. Y si desean contemplar el lujo más obsceno acerquense por la nueva sede de la Colección Pinnault, en la Punta de la Dogana, donde Tadao Ando ha creado un impresionente espacio expositivo, quizá alcancen todavía a ver los más espectaculares yates que puedan imaginar estacionados a su puerta, y en cuanto al contenido: todo a esta misma escala; incluso Mike Kelly ofrece ahí su trabajo más estratégicamente seductor.
Alicia Murría