DAVID WOJNAROWICZ Arthur Rimbaud in New York, 1978-79. Cortesía: MNCARS.
La obra como dinamizadora de modos de comprensión radical es una tentación frecuente. Fue fundamental para los comportamientos artísticos que a finales de los sesenta acogieron un prolijo debate sobre la entidad de la obra de arte, la relación entre la idea y su realización, la enfatización de lo efímero y el fomento del proceso para, en suma, cuestionar el tradicional sistema del arte.
El espacio urbano fue entonces un laboratorio donde creación y habitar dialogaban. En el caso norteamericano se dejó atrás el american way of life, tras el cambio de paradigma que supuso Vietnam, para convertir a Nueva York en la metrópolis de las nuevas prácticas derivadas de este ambiente. Así, colectivos marginados y artistas con la experimentación por bandera gritaron con fuerza desde espacios alternativos, como los del Soho.
Esta atmósfera es la que muestra Manhattan, uso mixto, desde la ocupación de zonas urbanas temporalmente deprimidas a la activación de varios usos que llegan hasta la actualidad. Estos ya no responden a una jerarquía estricta, aunque sean rastreables influencias y corrientes. Precisamente por ello, una de las características más destacables de esta exposición es un discurso expositivo que permite tratar individualmente las obras sin hacerlas depender de una secuencia cronológica o taxonómica. Son los lugares, los nombres, los que determinan un sistema descentralizado, lo que resta relevancia a figuras, sin duda importantes, como es el caso de Gordon Matta-Clark, mientras realza otras como Zoe Leonard o Peter Hujar, o incluso In the New Future (2005) de Sharon Hayes, que podría ser un eje dentro de un periplo de continuidades conceptuales y sensibilidades entre pasado y presente.
Se opta entonces por una poética de la acción dentro del espacio público, donde se alzan lo efímero, lo procesual y lo experimental. Precisamente por ello es interesante el papel de la fotografía como medio de expresión y documentación de estas prácticas. Esto da pie a un fértil debate acerca de su papel como registro o como obra o imagen autónoma. No obstante, estéticas y éticas son aquí expresión más de una actitud exploradora que de reivindicaciones en busca de un determinado estatus; para eso ya está el museo, que acaba legitimando este camino.
De esta forma, paisaje urbano y experimento cobran sentido en el recorrido, donde también aparecen pretensiones primordialmente éticas, como la gradual presencia de colectivos como el gay, lo que ayuda a matizar esa creencia que considera más comprometido el panorama performativo europeo que el norteamericano, si bien es una vía de investigación más y no la principal en Manhattan, uso mixto.
En definitiva, se construye una situación: Manhattan, que ayuda a alimentar un mito al que pertenecen testimonios como el de Rudolph de Leeuw cuando ya en 1910 confesaba: «pienso en Broadway todo el día y de noche sueño con Broadway». Pero más allá de la leyenda, se plantea el cuestionamiento de los cánones tradicionales, la puridad de las disciplinas y el posicionamiento del espectador frente a esta realidad, residiendo el gran atractivo de esta exposición en la pretendida (con)fusión de tiempos y propuestas.
El arte es invocado, pues, principalmente como experiencia, confluyendo todo ello en el descubrimiento de niveles dinámicos de tensión, cuya sedimentación es obvia en la necesaria relación entre nuevas experiencias y aquellos lenguajes que las hacen visibles. Esta disposición es la que configura el paisaje de buena parte de los comportamientos artísticos más autorreflexivos en una línea de continuidad que va de los setenta a nuestros días y que debería avocarnos a nuevas preguntas.